viernes, 21 de mayo de 2010

Martina

A ella le gustaba apretar fuerte la mano de su abuela cuando rezaban el Padre Nuestro, le gustaba ponerse los zapatos de su mamá y hacer de cuenta que fumaba un cigarrillo cuando ella no estaba, le gustaba inventar diálogos imaginarios y practicar su primer beso con la mano, le gustaba un compañero de la escuela que se llamaba Matías, le gustaba exagerar las historias, mentir un poco y meterse en el placard a escribir su diario íntimo.
Los martes y los jueves los odiaba, tenía inglés de cuatro a seis de la tarde. Odiaba dividir por tres cifras y pasar al frente a decir la tabla del siete, nunca entendía lo que sus amigas le soplaban. El mate cocido con un pedazo de pan del campamento, también lo odiaba. Odiaba que sus papás cerraran la puerta de la habitación con llave por las noches y odiaba ir a la colonia de vacaciones.
Se llamaba Martina. Era hija única.
Eran pocas las cosas que le pasaban por un costado, en cada detalle, en cada acción y en cada palabra que escuchaba, podía encontrar algo que la haga pensar, por más ingenuo o fantasioso que fuera. Cuando su perro Tody la miraba fijo, ella se imaginaba a Matías queriendo decirle que siempre le había gustado y que se moría por correrle el flequillo de una caricia. Cuando su papá tiraba la campera en el sillón, sabía que él volvía cansado y con ganas de nada. Cuando contaba las baldosas al caminar hasta la casa de su abuela, sabía que algún día iba a quedar como una reina al decirle a sus amigas cuántas había. Cuando le mentía a su mamá negando que había sacado plata de su cartera para un helado, sabía que ella se daba cuenta, no le importaba, nada tenía de malo. Era consciente de que a su abuelo no le interesaba ni un poco tener dos osos a los costados y hacer de alumno marcando sujeto y predicado cuando ella quería jugar a la maestra.
En agosto de 1998, cuando cumplió diez años, empezó a irse caminando a la escuela. Ahora la dejaban sola en la casa por más de dos horas, se hacía el desayuno y se guardaba la ropa planchada en el placard. Matías, ya no le gustaba. Ir a inglés, tampoco. Que sus papás cerraran la puerta, menos todavía. Siempre, desde el principio, había querido decirles que no lo hagan más, que a ella le molestaba mucho, que le daba miedo y que en esos momentos los odiaba, pero nunca se animó. En agosto de 1998 escribió una carta:

"Má y Pá los re quiero"

Cuando estaba la puerta cerrada, fue con Tody y lo deslizó por debajo. Sabía que ellos iban a leer el papel, a lo sumo se sonreirían y lo meterían en la mesita de luz, como todos los otros, pero al menos ella quedaba contenta. Después de pasarlo, permaneció agachada, inmóvil, casi sin respirar por escuchar lo que decían. Le costaba entender, rescató palabras aisladas como: nombre - feliz - médico - decirle - ¿seguro? - nena - hablá más bajo.
Se quedó otro rato y escuchó más cosas, frases enteras, risas, besos; le cambió la cara y miraba a Tody como hipnotizada, largo rato y con la mirada fija. Quiso agarrar al perro, tirarlo de panza al piso junto a ella y largarse a llorar. Quiso romper la puerta a gritos y pegarles, quiso agarrar la mochila e irse de su casa, quiso meterse en su pieza y no salir más, quiso romper todos los platos y las copas, quiso rayar las paredes con fibra.
Y también quiso que no lean el papel. Se arrepentía de todo, de los corazones rojos dibujados con crayón y de lo que decía la carta; los odiaba de nuevo.
Una puntita de papel había quedado de su lado, quiso arrastrarla con el dedo índice para sacarlo, no pudo. Se tiró contra la puerta. El papel quedó del otro lado, lo iban a leer.

domingo, 18 de abril de 2010

Pequeños mundos

Se levantó sin hacer ruido, se puso la bata micro polar cuadrillé y miró por las hendijas de la celosía.
Una cortina de agua densa y pareja; una calzada hecha río sin saltos y botellas rebalsadas entre ramas; una decena de árboles maltratados, sacudidos, quebrados, agotados; un hombre desesperado con botas amarillas y una maseta rota en la mano; una línea fina y brillosa con forma en zig – zag seguida de un ruido estridente; un niño junto a su padre arman un barquito de papel sin usar la tijera; un esquizofrénico a los manotazos encerrado en su auto intenta atrapar bichitos, bichitos que dibujan las gotas del aguacero sobre el tapizado. Una embarazada con las manos en su panza pide tres deseos al formarse farolitos en un charco; una nena transpirada de calor pero tapada con doble frazada y una madre en la otra habitación que dice “no hay por qué tener miedo”. Dos o tres ranas en una pileta que, días después, va a ser escenario de una tarde más de verano. Una anciana de poco pelo trasladándose en brazos de su hijo por diez centímetros de agua dentro de su casa. Dos hermanos cuentan segundos después del refucilo para saber en qué parte cae ese rayo y tres goteras se abren en la habitación de un periodista con sueño profundo. Un día menos, descartado, para las prostitutas del Rosedal que se guardan para pintarse las uñas. Dos perros acurrucados bajo el toldo de merecería “Mary” y el cielo apretado cual tejido de mujer angustiada. Un chacarero arrodillado ante la Virgen María y otro juntando higos aplastados en el fondo del lote; el arruinado techo de chapa que prometen cambiar después de cada tormenta; las persianas plásticas agujereadas por el granizo de una década atrás y una mucama llama a Edesur en reclamo de falta de luz.
Son las ocho, una mujer mira cómo llueve por las hendijas de la celosía, pone un cartoncito en la ventana para que no se golpee y vuelve a acostarse.