jueves, 30 de julio de 2009

Ficha médica: "demasiada lectura"


María Herminia abrió el segundo cajón de la cómoda, sacó el frasco, desenroscó la tapa redonda y se puso colonia detrás de las orejas, como siempre. Cerró las celosías de las ventanas que daban a la calle Talcahuano y se desplazó por el pasillo dejando una ráfaga perfumada. Ráfaga un tanto rancia, característica de los días en que se arreglaba para ir a misa o al médico.
Julio escuchaba los pasos aproximarse. Ya estaba bañado y cambiado desde temprano. Ahora estaba tirado en la cama, a oscuras, leyendo las últimas líneas de “El faro del fin del mundo”.Deseaba que de repente el pasillo se transformara en la muralla china y que su madre nunca llegara a buscarlo, que nunca abriera la puerta para sacarlo de allí.
Se quedó inmóvil, apretó los dientes y revoleó las pupilas de izquierda a derecha, agudizó el sentido del oído, achicó los ojos y pensó “que no entre, que no entre, que no entre. Que siga hasta el baño, que siga…”
Se abrió la puerta y la voz femenina dijo:
- Dale Julio. Dejá eso y vamos que si llegamos tarde perdemos el turno.
Se levantó de un salto. Sabía que no tenía lugar la objeción que se le ocurriese para retrucar. Tenía que ir al médico. Alisó el acolchado con ambas manos, se puso en punta de pies para mirarse al espejo y dijo: “listo. Vamos mamá”.
Mientras caminaban los dos por el pasillo, Julio pensaba en cómo se aburriría en la sala de espera. El médico al que iban era de esos que atrasan los turnos por estar más de media hora con cada paciente.
- Esperame acá, mamá. Esperame que me olvido algo.
Corrió sin flexionar las rodillas, como lo hacía todas las tardes que jugaba carreras con Memé en el jardín. Entró a su habitación y agarró el libro. Corrió de nuevo hacia donde estaba su madre.
- Listo, ahora sí.
- ¿Para qué el libro, hijo?
- Para no aburrirme mientras esperamos, mamá. ¿Prestaste atención a algunas cosas que pasan allí cada vez que vamos? En la sala de espera todos se miran entre ellos pero nadie habla, las revistas, además de viejas, tienen todos los crucigramas hechos y, el día que encontré uno incompleto, la secretaria no quiso prestarme su lapicera.
María Herminia lo miró con las cejas levantadas y una sonrisa, se agachó, le dio un beso en la cabeza y le dijo: Vamos hijo.
Se agarraron de la mano y, después de apagar la luz, la madre cerró la puerta con dos vueltas de llave. Pasados los cinco escalones de mármol, atravesaron el jardín de entrada y se largaron a caminar sobre la calle Talcahuano.
Era un día hermoso. Julio pensaba en que, por la tarde, jugaría con Memé en caso de que ella no invitase a sus amigas. De ser así, se encerraría en su pieza con dos tazas de chocolatada y tres rodajas de pan con dulce de membrillo y terminaría de leer “El faro del fin del mundo”. Después de eso – pensaba - empezaría con uno de Auguste Comte que le había regalado su vecino Pereyra Brizuela la semana anterior.
Faltaban dos cuadras para llegar al consultorio del Doctor Espinoza. A Julio no le agradaba ir y, en más de una ocasión, le había confesado a su madre que en él veía una figura monstruosa, que tenía la certeza de que no lo trataba al igual que los otros niños que se atendían con él. Esta vez no dijo nada. Tuvo presente que era el médico más cercano y que lo conocía desde que había llegado al barrio, cuando él tenía cuatro años.

- ¿Ya estamos por llegar, mamá? Estoy cansado de caminar, no puedo respirar bien.
- Ya llegamos, hijo. Caminemos más despacio, no hay apuro. ¿Te gustó el libro que te regalé?
- Si, mamá. Es hermoso. Me quedan pocas líneas para terminar. Algún día me gustaría que viajemos con Memé y la abuela a Ushuaia y conozcamos el faro del fin del mundo.
- Algún día, hijo, algún día. Todavía sos muy chiquito.

Llegaron al consultorio. Mientras María Herminia le entregaba a la secretaria el carnet de la obra social y pagaba la consulta, Julio miraba para los costados en busca de un lugar para sentarse. Había sólo una silla.
- Mami, te espero allá- Y señaló el rincón donde se encontraba la silla desocupada.
- Bueno, ahora voy- dijo la madre.
Julio corrió con el libro bajo el brazo derecho y se sentó. Su respiración se regularizaba de modo paulatino. Sus pies no alcanzaban el piso; se sintió un poco avergonzado por ello y flexionó las piernas para, después, cruzarlas a modo de chinito.
Abrió el libro desesperadamente y empezó a leer. Cuando llegó la madre, se paró sin apartar la vista de la hoja y esperó a que ella se sentara para, luego, sentarse en su falda.
Pasada media hora, Julio había terminado de leer “El faro del fin del mundo” y ahora se encontraba mostrándole las ilustraciones a su madre y contándole el por qué de cada una de ellas. Herminia lo escuchaba atenta, a pesar de haber leído el libro más de una vez.
El monstruo abrió la puerta y dijo “Julio Florencio Denis, adelante”. Se paró de un salto y, sin saludar, entró y se sentó arriba de la camilla forrada.
- Perdón la descortesía de mi hijo, Doctor, ¿Cómo le va?
El Doctor Espinoza sonrió y cerró la puerta.
Julio permanecía quieto en la camilla mirando las paredes. Mientras su madre conversaba con el médico acerca de sus padecimientos, su juego era contar, en voz interior, los cuadros con diplomas y títulos que había colgados. Sus intervenciones eran mínimas. No le gustaba conversar con ese hombre.
- Mi hijo se enferma mucho doctor. Cada dos meses le levanta fiebre y en seguida corro a la farmacia en busca de antibióticos. No entiendo por qué salió tan enfermizo.
El doctor dirigió su mirada al niño y le dijo:
- ¿Qué hacés Julio cuando volvés de la escuela?
- Leo- contestó julio con voz tímida y mirando al suelo.
- ¿Y no te gusta jugar?
- Sí, me encanta. – Dijo con entusiasmo y mirándolo a los ojos - Pero me canso mucho y las amigas de Memé se burlan de mí. Entonces me encierro en mi pieza y leo libros. Eso no me cansa.
-¿Leés porque la maestra te los pide como tarea?
- No, las tareas las hago a la noche. Leo libros de aventura que me regala mi mamá. Reciencito terminé uno de Julio Verne. ¿Qué tiene de malo eso? ¿Acaso a usted no le gusta leer?
- Claro que me gusta leer Julio. Pero me parece que vos sos muy chiquito y estás leyendo mucho.

Espinoza anotó en la ficha: “demasiada lectura”. Julio irguió la cabeza, estiró el cuello y levantó las cejas para ver qué ponía pero, desde la camilla, fue imposible saberlo. Ahora se había aburrido de contar lo cuadros y jugaba a hacer movimientos alternados con las piernas: para adelante y para atrás, dos veces con la derecha y una con la izquierda, dos veces con la izquierda y una con la derecha, después al revés. Continuaba respondiendo a las preguntas, pero no se apartaba de la concentración para no perder el ritmo y hacerlo cada vez más ligero.

- Basta Julio, vas a dar vuelta la camilla si seguís moviendo las piernas así. Comportate. Vení a sentarte acá conmigo. - Dijo María Herminia con un tono de voz áspero.
- No mamá. Me quedo acá.
- Vení Julio que el doctor te va a pesar – Y se paró a buscarlo.
- ¿Entonces usted dice que debería dedicar más tiempo al juego doctor? Decía Herminia mientras le quitaba la campera a Julio para que lo pesen.
- ¿Cuántas horas lee su hijo?
- Toda la tarde.
- No mamá, no siempre – intervino Julio – algunas tardes las amigas de Memé me golpean la puerta y me piden que les muestre los hormigueros que hay en la galería del jardín.
- Sí hijo, pero pasás mucho tiempo leyendo. Hay que decirle la verdad al doctor.

Julio ya estaba desnudo y dio el paso adelante para subir a la balanza.
Aparecieron los baldosones de colores y las imágenes extrañas. Igual de extrañas que el placer que le daba viajar entre esas tonalidades armónicas. Y no tanto. Había otros niños con él, lo empujaban, se escondían, se reían y desaparecían. A Julio se le desdibujaba la sonrisa y quedaba solo, sin saber en qué parte de ese espacio ubicarse.
Todo a su alrededor eran baldosas cuadradas, rojas, naranjas, amarillas, blancas. No distinguía el techo del suelo y las paredes de los zócalos. Todo era una misma cosa. Por momentos percibía un parque arbolado con infantes deambulando, sujetos de la mano, que no notaban su presencia. Aquellos no eran sus amigos de Banfield, eran otros, menores que él. Desconocidos, con otros códigos, con un entusiasmo diferente al de Julio y sus compañeros de la escuela. Esa escena no le resultaba familiar, pero en un mismo, mismísimo plano, le era placentero estar allí. Atónito y atontado.

- Podés vestirte, Julio – dijo el médico.
Obedeció y se sentó de nuevo en la camilla mirando fijo al monstruo. Le miraba las manos, peludas, ásperas y voluptuosas. Le miraba el pelo, crespo pisando el extremo, virulanoso, como se lo describía a su abuela. Le miraba la nariz, ancha con fosas pronunciadas y dos pelos que escapaban del interior. Julio pensaba en traer su tijera Maped plegable, que tenía en la cartuchera, para cortárselos prolijamente. Qué feo era ese hombre.
Siguió mirándolo. No sabía qué pretendía ver en él. Sospechaba que quizás, algún día, sería el ogro principal del cuento, del cuento en el que él salvaría a Paulina, la alumna más hermosa de 4to “B”.
Tenía los rasgos perfectos, también, para ser un padre maldito, un padre de esos que se enojan por no tolerar que su hijo prefiera jugar al elástico o a las mímicas, antes que dormir la siesta. O un padre que se fuera lejos, bien lejos, sin reparar en la soledad que inauguraría en su mujer y sus hijos. Espinoza sería un personaje macabro de los cuentos que alguna vez escribiría. Tenía los rasgos perfectos.

- Creo prudente que suspenda la lectura de su hijo al menos durante cuatro meses. Julio tiene que permanecer más tiempo al aire libre. Es insalubre que lea tardes enteras.
- ¿Le parece doctor? A él le gusta mucho leer, no voy a poder apartarlo de sus escritos.
- No le compre más libros señora. Al menos por ahora.

María Herminia se paró, tendió su mano derecha y presionó la de Espinoza. Julio saltó de la camilla y, sin saludar, salió del consultorio.
Volvieron por la calle Talcahuano casi sin hablarse. Julio estaba ofendido.
- ¿Habrán vuelto la abuela y Memé de la peluquería?
- Creería que sí, hijo. ¿Qué te gustaría comer?
- Nada.
- Vamos hijo. Decime.
- Hormigas.
- No me hagas renegar, por favor. ¿Qué querés comer?
- Bichos bolita.
- Julio.
- Mamá.

Se soltaron de la mano y entraron a la casa; eran las doce del mediodía. La abuela estaba deslizando un pedacito de masa por el tenedor y Memé los ubicaba en fila sobre la mesada enharinada. Comerían ñoquis.

sábado, 4 de julio de 2009

Alejandro


Por las mañana salía a caminar porque decía que antes de desayunar había que hacer ejercicios para estar mejor de salud, ante la mirada atenta de sus compañeros de pieza se calzaba su pantalón, una elocuente campera y partía hacia la calle.
No caminaba mucho, no más de cuarenta cuadras. El puesto de diarios le quedaba muy lejos, al otro lado de su camino, por eso optaba por ver la realidad con sus propios ojos antes de comprar los mediáticos diarios que, según Alejandro, siempre decían lo mismo y nunca el mundo se iba a poner de acuerdo.
Al hacer unas veinte cuadras -ya casi la mitad de su camino- se sentó en el banco de una plaza donde no había más que una paloma y algunos viejos jugando al ajedrez. Se quedó sentado unos cuantos minutos, la medicación que le habían recetado lo desanimaba mucho, pero su afán de salir a caminar podía más que el diagnóstico de su doctor.
Ya un poco mejor y con un color rojizo en sus cachetes siguió su caminata. En cada esquina cruzaba alguna que otra palabra con los semáforos porque decía que nunca lo respetaban y que los colores estaban desordenados. Al caminar tenía la costumbre de contar las baldosas, y de no pisar las rayitas que las unían; lo había aprendido de Manuel, un viejo amigo del jardín.
Su segunda parada fue la estación de trenes. Alejandro amaba viajar, no era ni de acá ni de allá, no tenía un lugar fijo donde se lo podía encontrar, amaba la libertad y el aire libre. La libertad sobre todas las cosas. Era un chico normal, no soñaba con ser famoso, ni muchos menos vivir una vida de ricos, solamente quería vivir en libertad y ser feliz junto a sus pares.
Habían pasado diez minutos y Alejandro seguía con la mirada fija en el tren que pasaba, al ver el último vagón optó por volver hacia su casa después de sentir que otra ilusión de libertad, que ya no le correspondía, se le escapaba ante sus ojos.
Desahuciado por lo sucedido, la mirada del joven se posó sobre una margarita que se encontraba en el cantero de una casa abandonada. Se acercó, la agarró fuertemente y se la llevó a su casa. Pensaba que una flor nunca debía estar sola, menos ahora con todas las cosas malas que estaban pasando.
Alejandro le tenía mucho miedo a la oscuridad y sobre todo a la soledad, por eso nunca le gustaba estar solo, el siempre quería ser “libre” pero junto a sus seres queridos, tal vez esa angustia que tanto lo atormentaba la vio reflejada en esa flor, y por eso la agarró al verla solitaria.
Durante la caminata hacia la casa Alejandro no paró de hablarle a la margarita- la madre siempre le decía que había que hablarle a las flores- entre risas y llantos le contó su vida a la flor, su infancia, los integrantes de su familia y hasta los recuerdos que tenia de sus viejos amigos.
Ya en la casa, quiso presentarle a sus compañeros la margarita que había encontrado.
En primer lugar llamó a Juan un hombre de unos cuarenta años. Dentro de la casa lo llamaban Elvis, apenas la conoció quiso llevársela de gira a todos sus shows que ya tenia programado por el mundo; se murmuraba que era un gran músico pero que jamás había salido de la casa.
El siguiente fue Eber quien fumaba un tronco de sauce llorón y con una bolsa en su cabeza era el revolucionario del momento; algunos afirmaban que era Ernesto “Che” y que tenia aliados dentro de la casa. Uno de ellos era Pepe que con una cuchara de madera y una vestidura guerrillera controlaba todas las fronteras.
Terminada la presentación de su nueva amiga, Alejandro prefirió ir a descansar.
De fondo se escuchaban charlas revolucionarias y una suave música que provenía de la habitación de Juan.
Al despertarse observó que las horas habían pasado demasiado rápido y que ya la noche empezaba a caer- sabia que la medicación lo hacia dormir más de lo normal-.
Al salir al patio de la casa observó que a la noche la acompañaba la luna- le gustaba mucho el cielo, una vez una chica le había regalado una estrella y desde ese día no ha pasado noche sin que pase a saludarla - De repente escuchó unas corridas, como si fueran caballos al galope, eso le daba el aviso de que la cena estaba lista.
Alejandro no se desprendió de la margarita, siguió hablándole, le mostraba la casa, ese gran laberinto donde él vivía junto a sus compañeros.
Llegaron al comedor y se sentó junto a Charly un anciano que decía ser acomodador de cine.
La cuchara de madera que le funcionaba como linterna los hacia ordenar a todos en la mesa. Charly era el que más rose tenía con Eber por tener pensamientos diferentes.
Unos jóvenes altos y con una envestidura blanca eran los encargados de servir la comida, en ese gran comedor.
Todos empezaron a comer tranquilamente. De pronto, a lo lejos, se escuchó un grito que decía ¡Esperen, esperen! era Francisco que jamás dejaba comer sin antes bendecir la comida. Con una sabana blanca que le cubría todo el cuerpo se paraba en la punta de la mesa y desde allí daba un largo sermón.
Culminada la cena se fueron todos a dormir, divididos en grupos de cuatro y cinco.
Alejandro convivía junto a tres compañeros más. Uno de ellos era “Cacho” que vestía siempre la misma ropa militar y pretendía conquistar unas islas ubicadas en la argentina. El “Colo” era un bohemio, un hippie moderno según Juan. Nunca tenia problemas con los demás, vivía muy tranquilo. Cada noche cantaba diferentes temas con un zapato de guitarra que luchaba por poder afinar. Se decía que por las noches lo pasaba a saludar John Lennon para planear giras y recitales. Otro de los compañeros de Alejandro era Marcos, un gran científico, calculaba todos sus movimientos, hasta cuánto tardaba en atarse los cordones o quién pardeaba más dentro de la casa, se susurraba que superaba a Einstein.
Las noches allí no eran del todo buenas. La casa tenía una especial oscuridad de esperanza, que salía cada noche de los sentimientos de aquellos que vivían allí. Algunos soñaban con volver a encontrarse con ellos mismos, mientras que otros solamente vivían en un mundo distinto.
Ya llegada las veinte horas, los señores de blanco empiezan a repartir golosinas mezclándose con pastillas que saben a sueño. El silencio empieza a apoderase de la casa, mientras que la única estrella del cielo espera por Alejandro.