viernes, 25 de septiembre de 2009

Hacer una composición cuando volvemos de la escuela


Hoy es jueves 26 de junio de 2009. Estoy en la pieza de mi mamá, tirada arriba de la cama, con Emma, la gata, pero está re dormida. Intenté despertarla dos o tres veces, no hubo caso, sigue ahí, inmóvil, aburrida.
Afuera hace mucho frío, pero acá no. Porque el año pasado, cuando nos mudamos, mi mamá hizo poner una cosa que hace que el calor brote por los poros del piso. Ahora no me acuerdo cómo se llama, mi hermana le dice “rosa brillante” o algo así.
Bueno, hasta acá creo que es suficiente para responder, mañana, a las preguntas de comprensión lectora que nos exige la maestra. Ya puse el tiempo, el espacio, y me faltaría un personaje principal. Podría ser yo, pero mejor no, porque después cuando mi hermana lea la composición me va a decir, como siempre, “Yo, yo, yo y yo”, por eso mejor la pongo a Emma. Esta cosa peluda que está acá; ya no sé si es un animal o uno de esos micrófonos que se usan para filmar películas. No se mueve. La tiraría al piso y la aplastaría con mis dos pies hasta que se queme viva con la rosa brillante. No, pobrecita.
Recién le dije: “Eeeeemmmaaaa…Eeeemmmaaaa. ¡Ema, che, despertate de una vez que me aburro!”, pero sigue ahí. Muerta creo que no está, porque cuando la zamarreo mueve la patita. Mi mamá dice que no la moleste, que duerme tanto porque está vieja, y yo pienso “la abuela también es vieja y no por eso duerme todo el día”, pero no le digo nada, pierde el humor enseguida. Debe estar vieja ella también.
Yo la quiero a Emma, pero no entiende que me aburro hasta la desesperación, que la semana pasada dejé patín, que mi hermana pasa toda la tarde en el chat, que mi casa siempre está ordenada, que no tengo vecinos conocidos y que yo cuando salgo de la escuela no tengo con quién jugar.
Ya voy a ver cómo manejo esta situación, quizás pueda comprarme un gato nuevo, chiquito, que sea joven para jugar y que cuando sea viejo pueda quemarlo vivo con la rosa brillante. No, pobrecito.
Bueno, me voy a preparar una chocolatada y después a la librería. Emma queda acá, dormida por completo. Ahora le voy a tirar de la cola a ver qué pasa, o al menos para saber si está viva.

Leo Rails

Leo Rails murió ayer. Presionó el botón rojo de la Dandy Esen y de un destello lo fumigó de aquí. “Somos mortales”, fue lo último que dijo. Lo cremarán mañana.

Días atrás había terminado de lustrar el sarcófago de madaga. Las hojas de árbol de madaga nunca faltaron en su mesa de luz: tenía dos o tres, y las renovaba cuando llegaba el otoño. Inhalar ese aroma era uno de sus placeres selectivos, no el único. Se había transformado en vicioso al atravesar la sensación de mareo y aire interior que le generaban esas hojas. Su momento preferido de inhalación era a la mañana, bien temprano, ni bien se levantaba; antes de desayunar, antes de lavarse la cara, antes de abrir los ojos.
Tuvo una vida signada por malos vicios, por costumbres oscuras.
Por las noches, barajaba naipes españoles y fumaba Lucky Coeur. Dos por cada cuarto de hora. Tomaba una copa de whisky, zarandeaba el vaso y el ardor encarnado en bebida se desvanecía al dejar rastros amargos en su boca, eso era indicio de soledad o sogyo sil, como él la llamaba. La bebida lo recorría, y nadie más.

Sus naipes eran siempre recién comprados. Con el tiempo había descubierto una forma puntual de barajar y fumar a la vez para no usar cenicero: ubicaba el cigarrillo entre los dedos índice y mayor mientras las cartas se deslizaban una tras otra. Tiraba las cenizas al piso de granito y, ya en el piso, las aplastaba con el zapato.
La vida de Leo Rails no pasaba sólo por las good festin que celebraba en su casa, rodeado de mujeres baratas y apuestas riesgosas a la timba entre amigos. Leo Rails era empleado de una pequeña sucursal de la cadena de electrodomésticos “favrus”, en la localidad de Mercades. Era uno más del montón, o uno menos.
Gastaba la totalidad de su sueldo en el Bingo y en prostíbulos calificados como “turbios e ilegales”. Disfrutaba los ratos con esas pobres mujeres que ponían sus cuerpos a disposición de los cafillos.

La vida en ese pueblucho lo había convertido en un tipo ajeno, que se refugiaba en las hojas de madaga y que se abstraía de todo lo que circundaba. En el trabajo era un empleado ejemplar: cumplía estrictamente los horarios y respetaba al personal.
Leo Rails era un tipo correcto para la sociedad. Para una sociedad hundida en la pura superstición de pueblo, en banalidades que sólo a ellos les importaba.

Leo Rails se sintió desbordado. Ayer dejó de ser un tipo correcto, un pobre tipo.

Nosotros también somos eso

Nos despertamos alrededor de las diez. Primero yo, después él. La ciudad aún no había amanecido.
Corrí las cortinas de la habitación, hice foco con mis pupilas hasta encontrar la nitidez perfecta: eran los gitanos. Largué las telas con un tirón furioso y volví a la cama; no quería aparatos nuevos, no me importaba que tengan nuevas formas y colores. No. Así estábamos bien.
Carlos distinguió en mi cara los típicos rasgos de indignación; no dijo nada. Nos habíamos acostumbrado a silenciar nuestras voces durante largas horas del día. No había resultado complejo adiestrar nuestros balbuceos y conclusiones involuntarias sobre los de al lado.
De algún modo, aún oculto, nos sentíamos incómodos en el barrio. En la ciudad. Nuestra ciudad de siempre.
Desde que ellos habían llegado, prevalecían las correntadas de superstición y misterio y de la superstición por los innumerables misterios que ellos nos presentaban. Eran gente rara. Todos los conocían, pero nadie sabía de ellos.
Bastaba con trepar a nuestro tapial del patio de atrás para ver a ese tipo, a ese pobre tipo, encadenado bajo el nogal y la muchachita con cola de cerdo sentada a su par. Eran gente rara. Macondo ya no era Macondo y el deseo, de Carlos y mío, era abstraernos y dejar en el olvido ese lugar.
Pero no podíamos. Ahora formábamos parte de un continente pequeño, o de una isla, un islote o un pedazo de tierra habitado. Al lado nuestro vivía esa gente. Nosotros también éramos Buendía ahora; no comíamos tierra, pero tantas subidas al tapial, tanto espiarlos, había hecho, de nosotros, una extensión amorfa, una metástasis de su asquerosa enfermedad.