domingo, 31 de mayo de 2009

visita a la nueva psicóloga

Hoy tuve la primera sesión con la psicóloga nueva, Marcela se llama.
Había decidido cambiarme porque la anterior no daba solución a mis problemas. Dicen que la gracia del tratamiento es que uno mismo encuentre sus propias soluciones, y que el paciente tiene que ser justamente eso, paciente. Me cuesta, me cuesta y más me cuesta que me cueste ser paciente. Desespero.
Salí del consultorio a las ocho en punto, enfurecida porque ella había estado con el celular en la mano durante los sesenta minutos. Me pregunto, ¿No se da cuenta que esa actitud es anti - pedagógica? Bueno, creo que la pedagogía es de los docentes, pero saben a lo que me refiero, digo… ¡estaba atentando contra mi salud! ¡Sufro de ansiedad desde los doce años y me atiende con el teléfono en la mano! No me animé a decírselo, era la primera cita y no quise caerle mal. Estimo que a partir de los próximos encuentros ella se dará cuenta de mi trastorno y no lo hará más.
Empezamos a charlar sobre mí; claro. Le conté por qué estaba allí sentada; le dije que porque Amalia, mi psicóloga anterior, no había logrado terminar con mi ansiedad. Me preguntó cuánto tiempo de tratamiento había hecho. Tres meses, le dije, y continué hablándole de cómo me había sentido en el otro diván: incómoda. Mencioné todos los motivos de ello: ambiente húmedo en el consultorio, cara de cansada de la psicóloga, ventanas que daban a la calle y me desbordaban las ganas de salir, falta de respuestas o meramente una asentida con la cabeza y, lo más importante, que ella nunca supo decirme qué hacer. Una solución. Una salida. Nunca.
A medida que hablaba, me daba cuenta de que esa era la estrategia oportuna: no dejar de hablar, porque si eso hacía, ella iba a tener lugar para decirme que tres meses de tratamiento habían sido muy pocos. Yo sabía eso, me lo habían dicho mis amigas, pero talvez pasaba desapercibido en esta especie de monólogo que yo hacía y, en una de esas, me trataba en menos tiempo. Para qué decirle “sé que fue escueto el tiempo”, prefería insistir con que la otra psicóloga había sido pésima.
Este consultorio nuevo, reconozco, está muy bien acondicionado. El diván en que estuve tirada la hora entera, comodísimo. Ella sentada en una silla de esas que se ven en las casas de decoraciones, de plástico, con forma circular. En una repisa al tono estaban los pañuelos descartables “Elite”, no los usé, no hubo necesidad. Muy lindo todo. Yo aprecié este paisaje interior mientras la psicóloga me hacía algunas preguntas, como por ejemplo: cómo es tu relación con tu familia, con tus amigas, con tu novio, cómo es tu vida sexual, tenés sueños recurrentes, qué es lo que te hace llorar, y creo que ninguna más.
Respondí a todas, obviamente. Me ponían nerviosa los baches de silencio; claro, pago noventa pesos por estar ahí sentada, hablando, y encima se da el espacio para callarse. Mis amigas me dicen “boluda aprovechalo lo más posible. Aprovechá esa hora para decirle todo lo que te pasa”. A mí no me va a ganar ni estafar. Quiero soluciones a mi ansiedad.
Respecto de la primera pregunta, le dije que con mi familia tenía una relación muy particular, que a mis hermanitos, por ejemplo, nunca los había llamado como tales; que a mi mamá le ocultaba unas cuantas cosas y que con mi papá, prácticamente, no me trataba. Ella asentía con la cabeza, por ende, yo continuaba contándole.
Después, le conté que con mis amigas y novio tenía una relación excelente, que siempre me ayudaban con mis ataques ansiosos y que eso me hacía muy bien. Nuevamente se me vino la estrategia a la cabeza: no dejar de hablar. Si eso pasaba, ella tendría lugar para meter su bocado ácido y decirme “¿cómo te ayudan con tus ataques de ansiedad?”. Si yo respondía con la verdad, probablemente, me orientaría por otro camino que, de seguro, sería más largo y tardaría meses en curarme. Digo esto porque mis amigas me arman un licuado con algunas cositas cuando me pongo terriblemente ansiosa y, al toque, se me pasa, me quedo más tranquila y, el vuelo de una mosca, me hace descostillar de risa. Era una locura decirle eso a la psicóloga, de ningún modo lo haría.
Continué con la pregunta de más color: qué es de tu vida sexual. Pero mientras le contaba, yo contaba los minutos que faltaban para irme. Ya es la hora, le dije, y me paré. Ella asentía con la cabeza y miraba su celular. Me voy Marcela, le dije, ella seguía sentada. ¿Está abierto abajo? le pregunté. Sí, me dijo, andá nomás.
Me resultó un tanto extraño, pero me fui. Me fui con mil preguntas en la cabeza. Y a la cabeza se me vino Amalia, la psicóloga anterior. La psicóloga anterior, me había dicho cosas muy importantes, quizás. Quizás, yo no se las conté a esta nueva porque no sabía si era lacaniana o freudiana. Freudiana era la otra, entonces yo sabía cómo tratarla, qué contarle, qué no contarle, cómo mirarla, cómo sentarme. Pero esta nueva, no sé, no sé con qué teoría trabajará. Ya mismo debo empezar a averiguarlo, porque si no, no voy a terminar más con todo esto. Porque, una vez que sepa, tengo que ir pensando cómo comportarme, desde dónde encarar las sesiones.
Creo que voy bien encaminada entonces, voy a encontrar las soluciones yo misma, como todos dicen, y voy a ser la paciente con más voluntad para ello. Creo que es más fácil y rápido de lo que pensaba. Voy a ver cómo sale todo y si esta metodología que emplearé con la nueva psicóloga, funciona. Hasta la próxima.

martes, 26 de mayo de 2009

A partir del abrazo que buscamos

Las agujas marcan las siete de la tarde. Leda, sentada en el sofá más confortable del living, saca bolitas de su sweater de lana colorado. Ahora se aburre y se inclina hacia la mesita, toma el libro que le regaló su madre el día anterior, cruza las piernas y comienza a leer en voz alta (nunca leía en vos interior porque ello le quitaba la concentración):

El mundo

Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. A la vuelta contó. Dijo que había contemplado desde arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.
-El mundo es eso -reveló- un montón de gente, un mar de fueguitos. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se enciende.

Eduardo Galeano. El libro de los abrazos.


He aquí su destino. Antes impredecible.
Leda cierra el libro y se va a preparar un café. Lo bate con azúcar y un chorro de agua, mientras tanto, una correntada de palabras le circula por la cabeza. Después de verter el líquido hasta llenar la taza, vuelve y retoma la lectura.
Da vuelta la página uno, lee la dos, la tres y siente que una fuerza extraña la incomoda, la desconcentra. Vuelve a fijar su atención y este acto no dura más que un minuto. Lo apoya en la mesa ratona, se relaja, estira las piernas, cierra los ojos y se sumerge en la nada. Navega por la correntada de palabras, no hay sonido que interrumpa este momento, se siente agradable, con ganas de permanecer así el resto de sus días.
Se sobresalta. Se incorpora de un movimiento brusco y pasa a un estado similar al catatónico que sufren los esquizofrénicos. Una de las palabras se ancló profunda en su mente. Aún no había sonido interruptor. El libro, ella, y la taza de café.
Hacía varios años que Leda no destinaba su tiempo a leer. Su rutina consiste en ordenar la casa, cocinar y esperar a que llegue su madre para disfrutarla. Para que le cuente cómo le había ido, para que la haga reír, para que la acompañe, para que la haga feliz. Se trata de una vida lineal, paralela a cada uno de los años que transcurren. No hay nada que le haga ruido. Leda tiene 31 años.
De a poco recupera su estado normal, siente frío, le tiemblan las manos y las piernas. Se aferra al sofá, hunde los dedos en el terciopelo y se para.
Ya son las ocho. Es la hora de que su madre regrese de la peluquería. Leda se sienta a esperarla en un rincón del zaguán. Allí siente más frío aún, pero envuelve sus manos con los puños del sweater colorado y se queda un cuarto de hora más. Se escucha un ruido en el cerrojo; es la llave.
Leda se pone de pie, traga saliva, endereza su postura y, con la frente alta, vive el momento en que se abre la puerta.

- ¿Por qué tengo tanto frío, mamá, si soy un fueguito, como dice ahí?

- Hija, dame un beso. ¿De qué hablás? ¿Dónde dice eso?

- En el libro.

- Vamos al comedor, Leda, tengo que hablarte.

Le brotó una nueva cantidad de pelotitas rojas al pulóver. No dejó de brindarse calor con su tacto durante los quince minutos que permaneció en el zaguán. Ahora se concentra, de nuevo, en quitárselas.
Su madre la mira detenidamente, sin interrumpirla, hasta que rompe el bloque de silencio.

- Veo que leiste al menos la primera hoja. Es importante para mí que lo hayas hecho.
Sé que hasta hoy me equivoqué demasiado con vos, no quise que tengas una vida social, como la que todos merecen. Nuestro vínculo, Leda, es estrecho al extremo y creo necesario empezar a abrirlo. Mirame.

Ella levanta la vista.

- Quiero que vos, hija, quemes, alumbres. Quiero que ardas la vida con pasión. Sola. Ahora.

Los ojos de Leda se inundan de lágrimas gruesas. Antes de que caigan, dice con la voz quebrada:

- Nunca conocí el mar de fueguitos. De ningún color, de ninguna forma. Puedo mirarte sólo a vos para que me enciendas. Me parece que ya es tarde. Tengo frío, mamá, mucho frío. Abrazame.

lunes, 18 de mayo de 2009

Confesiones de Andrea

Emilio:

Aquí están las primeras noticias mías. Vieras cómo me tiembla el pulso al escribir, vacilo con la ortografía también. Me siento obligada a vomitar todo lo que tengo dentro. Te confieso que las arcadas me retorcieron durante los cuarenta días que pasaron desde la iglesia hasta hoy y siento una especie de descompostura que no me da paz. Tengo necesidad de hablar. Es la hora.
No vas a creerme, Emilio, pero intenté dar esta explicación reiteradas veces, todas las cartas quedaron apiladas en una bolsita de farmacia (esa en la que compramos los cepillos de dientes para irnos de luna de miel). Están en el placard y allí quedarán para poder mostrártelas cuando me las pidas como prueba.
Aquí va Emilio: salté las rejas de la iglesia y me tomé un taxi. Eso es lo que vos no sabés. Es largo de explicar, pero empiezo diciéndote que mi escapatoria estaba pactada con la monja que atiende en la recepción de la capilla, esa a la que le pagamos cuando fuimos a pedir el turno.
Sé que tenés buena memoria, acordate cuando me dijo: “vení por acá que te muestro las flores con las que pueden decorar”. Yo me fui con ella por el pasillo y vos te quedaste solo mirando las estampitas que tenían a la venta (elegiste la de Santa Rita para regalarme). Fue ese el momento en que me decidí por dejarte solo en el altar y planear cómo escaparme.
Más que saber cómo, te preguntarás por qué lo hice. Te conozco como si fueras la palma de mi mano (quince años de novios. Te decía este refrán cada vez que me mentías y yo te descubría) y por eso siempre supe que te interesás más por los “por qué” que por los “cómo”. Allí voy entonces, a satisfacer tu cuota de curiosidad que, al conocerte como si te hubiese parido, sé que te quita el sueño.
Emilio, nunca supe decirte “no”. Y acá sí me voy a detener. Precisamente dejó de temblarme el pulso, creo que es porque vomité esto; falta más todavía.
Ahora quiero que vayas a prepararte un café y vuelvas a sentarte en la silla de paja que ya te imagino en la que estás ahora. Andá, dale, no me desobedezcas.
¿Volviste? Bueno. Mi intención es ayudarte a que me entiendas, sabés que tengo capacidad para esto. Por eso mismo destino todo este tiempo a vos, te corresponde. Hubo, a lo largo de nuestros quince años de noviazgo, muchas situaciones en las que opté por una acción piadosa antes que por la palabra “no”. ¿El objetivo? No lastimarte con respuestas negativas y, así, desilusionarte. ¡Qué lindo era verte ilusionado! ¡Con ganas de tantas cosas que te mantenían vivo! Pero no eran las que a mí más me gustaban, por eso prefería poner excusas (muy bien pensadas, inclusive esta última). Fue un error, sí. Y conociéndote, mascarita, en este instante te facilitaría un pañuelo para que seques la lágrima que está deslizándose por tu mejilla.
Recapitulemos entonces:
- La noche que me conociste en Nativo y me pediste mi teléfono. Yo no te lo negué, te dije que tenía una línea provisoria que pronto cambiaríamos y que por eso no podía dártelo.
- Los cinco domingos consecutivos que me invitaste a la laguna de Chascomús. Yo no rechacé tu invitación, sino que dije no poder acompañarte por tener que cuidar a mis hermanos (un domingo), y por sentirme indispuesta (los cuatro restantes).
- El día que fuiste a buscarme a la facultad. ¿Te acordás? vi tu auto estacionado y me escondí detrás de una columna hasta que te marchaste. Nunca me gustó la idea de que fueras a buscarme. Pero cómo decirte que no, ¿cómo?

Seleccioné algunos momentos para que entiendas cómo fui y cómo, aún hoy, soy.
No quería casarme con vos, pero cómo decirte que no. Era hermoso verte ir y venir feliz con todos los preparativos del civil, la iglesia, la fiesta y nuestra luna de miel. ¿Quién era yo para matar esa ilusión? Por eso me escapé, salté las rejas y tomé el primer taxi que pasó. No importa dónde ni con quién estoy ahora.
No quiero quitarte más tiempo, simplemente decirte que si querés responderme, lo hagas a la dirección que figura en el sobre. Voy a estar esperando tu carta. Me gustaría saber cómo siguió tu vida después de la iglesia, qué pasó en estos cuarenta días y, principalmente, si estás vivo o te pasó algo. No volví a saber de vos.


Andrea

Confesiones de Emilio

Andrea:
Triste es recibir correspondencia cuyo contenido son líneas que demuestran el desamor tuyo Andrea. ¿Qué te pasó? ¿En qué estabas pensando al momento de huir? Ya no tengo remedios para contemplar mi dolor. Han pasado cuarenta y tres días de nuestra separación y como decía mi abuelo “Ya nada es lo mismo”.
El tiempo se me hizo eterno, las semanas infinitas y los domingos…bueno, para que contarte si ya sabes lo que me pasa los domingos.
Cada día al despertar miraba el calendario y con bronca y pudor me animaba a tachar con una fuerte cruz el día trascurrido, me servía para darme cuenta del día y el mes en el que estaba porque tu ausencia verdaderamente no hizo más que alejarme de la vida misma.
Durante treinta y nueve días mí vieja silla de paja, el mate y el cigarrillo fueron mis únicos compañeros, pasaba las horas hamacándome y pensando donde había quedado todo nuestro amor.
Me pregunto ¿Por qué nunca me dijiste que no? Se podrían haber solucionados muchas cosas, hoy no existirá esta distancia o tal vez si, pero no de la forma que nos afecta.
Esto altera todos mis sentimientos. Me pone mal, me irrita, me hace odiarte, me hace desquererte, me hace amarte. Qué tonto que fui al creerte cuando me decías que me “amabas”.
¿Té acordás la plaza de la avenida donde nos vivos por primera vez? Hace memoria Andrea… ¿Te acordaste? Bueno esa tardecita vos me prometiste que “nunca me ibas a dejar”, claro fácil era para vos hablar sin medir la acción de lo que proponías.
No te diste cuenta de que el “si” tuyo no fue más que mentirte a vos misma, a sumergirte en un mundo irreal de sentimientos, porque si nunca me pudiste decir que “no” es lo mismo que mentir.
Mira que fácil hubieran resultados estos treinta y nueve días sin vos, si me hubieses dicho que “no” cuándo te pregunté si estabas seguro de nuestro amor, o cuándo te propuse casamiento, o simplemente cuando te pregunte si me amabas.
Hoy ya no lloro. Pero confieso que luego de tu partida del altar lo hice. Fue mi único consuelo, mi única salida, quede paralizado por tu ausencia y por tu cobardía, jamás me hubiese imaginado esa actitud tuya. Pero claro si me viviste mintiendo durante todo nuestro noviazgo.
Por suerte el día de tu partida encontré consuelo en una de las monjas de la iglesia, la misma que te ayudo esa triste tarde.
Ella me ayudó y mucho, estuvo presente durante tus días de ausencia. Se preocupó por mí como nunca nadie lo había hecho, yo no aceptaba visitas en casa, pero ella tenia la delicadeza de llamarme por teléfono todos los días, y debo confesarte que una de las tardes salimos a caminar por la ciudad.
Las novecientas treinta y seis horas estando lejos de ti fueron traumáticas, pero el día número cuarenta mi vida cambio.
Ya no soy el de antes, ya no me hamaco en la vieja silla buscando respuestas inconclusas, ya no tomo el mate sólo y por suerte tengo con quien hablar. Estoy mejor, mucho mejor. Agradezco tu preocupación, pero de verdad estoy bien.
Ya no lloro, no extraño, y hasta pude conciliarme con mi sueño.
Por último quería decirte querida Andrea que con la plata de nuestros ahorros reserve dos pasajes para la luna de miel que voy hacer junto a mi nueva novia. Si vieras lo linda que es. Alta, ojos celeste, pelo lacio, test blanca y suave, ella nunca me dice que no. Seguro que la recuerdas, fue ella quién te ayudo a escapar de la iglesia. Utilizando tú misma técnica salto las rejas de la iglesia expresando el grito de libertad y hoy estamos juntos.
Ah y me olvidaba decirte que no llames más a la agencia de turismo para reclamar por tú pasaje, personalmente me encargue de que ese pasaje quede en mis manos, es el que mañana voy a utilizar para viajar junto a Jazmín la chica que te mencione líneas atrás.

Pd: Espero que soluciones tus problemas gástricos.


Emilio

sábado, 16 de mayo de 2009

Feo si los hay


Podríamos vivir la vida durante sólo seis días de la semana. El lunes, cuesta por cierto, pero enseguida se acerca el martes y rápidamente los rostros van cambiando, ni hablemos cuando llega el miércoles promediando casi la mitad de la semana sabiendo que al día siguiente es jueves. Más aún pasada las veinticuatro horas es viernes y transcurrida la noche estaríamos despertando en el sábado para alegría de muchos. Hasta aquí todo nos parece normal, pero… ¿Qué nos pasa el domingo?
Haré memoria aquí y me detendré unos instantes en recordar los dichos que afirman aquellos que peinan canas acerca de cómo se vivía y de cómo se vive hoy esos pedacitos de vida
“Antes se vivía de otra manera” “Los tiempos han cambiado” “Ya nada es lo mismo” oíamos decir por parte de los más experimentados como en el caso del viejo Mario. Frases que quedaran en nuestra memoria por siempre, más aun proviniendo de estos heroicos sobrevivientes.
SÍ, frases recordadas. Pero qué lejos que las veíamos al escucharlas. Si parece ayer cuando esperábamos con ansias el domingo para ir a la casa de los abuelos a comer las pastas, sentarse en la mesa con familiares, juguetear por los viejos corredores hasta llegar el patio donde algún viejo cacharro seria el arma de recreación por el resto de la tarde.
Los barriletes eran otros de los entrenamientos que nunca faltaban los domingos, ir al parque y soltarle el carretel hasta lograr que llegue hasta el cielo era nuestra única preocupación.
Infaltable la pelota, ya que ante la escases de viento cambiaríamos rápidamente de actividad olvidándonos por completo de lo sucedido anteriormente.
Recuerdo mi barrio los días domingos donde los pequeños canteros se asemejaban a una cancha profesional de “bolitas”, allí nunca faltaba aquel que pagaba con la más fea, o el que hacia trampa jugando con bolones, mientras que en la vereda de enfrente la rayuela y el elástico sólo eran jugados por las nenas.
Hoy no peino canas, pero cuánta razón tenía aquella frase que decía “Ya nada es lo mismo”.
El tiempo fue pasando al punto de que las horas y los días fueron tomando diferentes sabores ante la vida. Abrir los ojos un domingo no trae más que recuerdos hacia aquellas cosas que ya no están.
Me pregunto… ¿Por cuántas etapas emocionales pasa nuestro cuerpo? Infinitas por cierto, más aún se ha convertido en una especie de alarma que despierta en nuestro cerebro todo tipo de sentimientos, trayéndonos con él nada más y nada menos que la nostalgia y la tristeza.
Cuantas veces nos sentimos desolados ante la presencia de este día, olvidándonos hasta de nuestra propia existencia, sin darnos cuenta que tenemos todo a nuestro alcance pero imposibilitados mentalmente para hacer lo que verdaderamente queremos hacer. Si hasta a veces nos reímos recordando lo sucedido en el transcurso de la semana, o en la noche anterior pero siempre escapando de la realidad a la cual nos afecta.
La tristeza y la nostalgia parece ser el enemigo principal de aquellos enamorados que ya no tienen a su lado a su otra mitad, tal vez por ser éste el día donde el “compartir” funciona como el remedio perfecto para olvidarse del calendario.
El enfado en los rostros de los trabajadores por ser el último día de descanso, desolación que sólo la provoca al vivir el día domingo.
El día domingo es el entierro de una semana que se fue, es la triste ilusión de esperar algo que no va a venir.
Seguramente que de existir un manual donde nos enseñe a cómo sobrevivir el séptimo día de la semana estaría entre los libros más vendidos del planeta.
Por ahora difícil será encontrar una solución para este tipo de problemáticas, los remedios que estabilizan nuestros sentimientos escasean y cada uno de nosotros se automedica con su propia receta.

martes, 12 de mayo de 2009

Mario

Él tiene la tez blanca, ojos negros, profundos, muy. También arrugas que cruzan de un lado a otro, se manejan como quieren, como avenidas en la Capital, pero sin luces, con un mínimo brillo grasoso. Algunas parten en diagonal a la nariz, otras paralelas. Eligen y van rotando de posiciones – los años les dieron ese privilegio- . Sólo una permanece intacta, la del ceño. Gruesa, con historia a cuestas.
Cuando hablamos de “la arruga del entrecejo”, enseguida la vinculamos al enojo, al fastidio, al malhumor, a la amargura, a la venganza, al espanto. Pero este no es el caso.

Él es Mario. A Mario la arruga se la trazó la punta afilada de la desmemoria. Cada vez que olvida algo, la dibuja. En verdad, (e incluyo un tono de “entre paréntesis”), ya está dibujada hace rato – Mario tiene 87 años - pero día a día va apretando el lápiz más fuerte y la remarca para que lo acompañe hasta el final.
Desde lo simple, hasta lo complejo. Desde dónde puse los anteojos, hasta ¿ya almorcé? Desde cómo se llama mi nieta, hasta cómo se pela una manzana. Desde cómo es mi número de teléfono, hasta cómo hago para tragar lo que como.

La silueta de la arruga se forma cada vez, si. Cada vez que la amnesia envuelve a Mario. Lo divertido es que no sabe que tiene eso. Esa cosa rara que le pasa. Vive inmerso en un permanente dejavú. Imágenes de la niñez mezcladas con la adultez. Muy loco. Loco como Mario, el desmemoriado. Todo es lúdico para él. Se olvida y vuelve a aprender. Rompe y vuelve a comprar. Olvida y vuelve a recordar.
Su vida es un juego, y lo es porque nadie sabe que sufre de Alzheimer. De no ser así, no sería.

A Mario lo conozco solamente yo. Y a partir de este momento, ustedes. Mientras sus ojos se desplazan y descubren letra por letra en milésimas de segundos, lo van conociendo. ¿Cómo se lo imaginan? Típico viejo con amnesia. Si. Canoso tirando a amarillento, sin barba. Narigón. Anteojos grandes, orejas grandes, manos grandes. Olor a naftalina. Él es Mario, un ochentón solitario. Viudo. Pero que alguna vez, tuvo veinte años.

Vemos a un anciano similar a Mario por la calle, en el Banco o en el hospital. Típica persona mayor, de edad, que se subordina a los estereotipos reinantes. Y nos olvidamos – sólo por ese lapso que transcurre entre la mirada y la reflexión - que alguna vez tuvo veinte años. ¿Esto no es amnesia? ¿Olvidarnos que el que nos pasa por al lado fue igual que nosotros no es amnesia? Tenemos un punto en común con Mario. Definitivamente.

Adhiero a Bukowski cuando dice “es el orden de las cosas, todos saborean la miel y después el cuchillo”.
Estamos convencidos de que ahora estamos saboreando la miel y que dentro de muchos años, recién, vamos a pasar la lengua por el cuchillo, en busca de los restos dulces. Lo vemos como algo lejano. No está mal.

Sin embargo, olvidamos cosas al igual que Mario. Nuestra vida es un juego si nadie nos juzga por lo que hacemos; si nadie sabe lo que nos pasa; pero nos juzgan. Tenemos indicios de amnesia, como Mario, pero no tanto. Y es que nos estamos formando y por fin, algún día, seremos como él.

miércoles, 6 de mayo de 2009

Espejos

Suena el despertador. Me levanto. Camino hasta donde estás. Te miro. Bajo la cabeza, impacto mi cara tres o cuatro veces contra el agua. Te miro. Confirmás mi existencia.
Me preparo el desayuno, prendo la radio y me cambio mientras espero a que se enfríe el té. Me pongo un par de aros. Te miro. Me decís que hoy estoy muy pálida para vestir aros color café. Frunzo el ceño, tuerzo la boca para un costado, pienso, dudo. Te esquivo, disconforme con tu respuesta.
Surge una confesión aquí: siempre te obedezco. Me saco los aros.

Me siento en la mesa, me preparo cinco galletitas con mermelada de durazno. Las como. Termino mi té. Me paro. Entro. Te miro. Ahí estás. Te tomo de un costado y empujo hacia mí. Agarro la pasta dental. Te miro. Empujo hasta escuchar “tric”. Escucho que se cae el desodorante dentro del botiquín. Lo dejo. Te miro y bajo la cabeza.
Unos segundos cepillándome los dientes. Subo la mirada. Te miro. Mis labios cercados de dentífrico. Bajo. Me enjuago. Te miro. Ahora sí. Tomo la toalla para secarme, pero te miro mientras tanto. Acto seguido, me acerco y hago de cuenta que el dentista me exige mostrarle mi mordedura. Te la muestro a vos. O a mí misma, no sé bien.

¿Quién sería yo sin vos? ¿Si vos no me dijeras quién soy?
Nunca nos lo preguntamos. Nunca nos preguntamos en qué cambiarían nuestras vidas si no supiéramos nuestro color de ojos, por ejemplo. Y no nos lo preguntamos porque están ahí, existen. Los espejos existen. Y de no existir, nos conoceríamos mediante descripciones ajenas. Pero estas serían construidas bajo la mirada de ellos; no sería un reflejo de nosotros.

Me atrevo a pensar que yo elaboro una imagen de mi misma, que los espejos dan lugar a una ilusión. A algo que no es. Y se me viene a la mente un espejismo. Esa mera ilusión óptica que se nos interpone en la ruta, cuando viajamos bajo los rayos del sol. ¿Llovió? No, no llovió, es lo que yo percibo.

Benedetti alguna vez dijo “En ciertos oasis el desierto es sólo un espejismo”. Una metáfora, por cierto, pero cuánto de cierto que tiene, como toda metáfora.
Todos vivimos insertos en un oasis, cualquiera que sea. Es ese el lugar en que nos refugiamos, encontramos por brevísimo instante, lo que queremos tener. Allí, el desierto, la inmensidad llena de nada, la nada, es sólo un espejismo, una ilusión. No existe.

Entonces ¿Que hay respecto de cuando nos situamos frente al espejo? ¿Hay una ilusión?
Me gusta pensar en los espejos y espejismos. Porque ¿Cómo sería la vida si no tuviera ilusiones rebalsando por doquier, por cada vertiente que se abre?. Se trata de ilusiones, de expectativas frente a eso que viene y no sabemos qué es.
Por qué no pensar, entonces, en que somos nosotros una ilusión en sí misma y que ellos, los espejos, nos lo dicen cada mañana cuando acudimos a ver si estamos, a ver si aún existimos. Nadie sale a la calle sin haberse mirado al espejo.

viernes, 1 de mayo de 2009

Nueva invasión


Tendríamos que replantearnos ciertos detalles:

Estarán hechos para comunicarse con el otro verdaderamente?

Lo dudo, si hasta aparecemos adentro de ellos en imágenes

Estamos ante una nueva invasión tecnológica

Formada por los ringtones, los sms, las fotografías y

Otras funciones con las que convivimos a diario

Nos molesta y nos interrumpe en todo momento y a toda hora

O alguien lo apaga? Apagarlo es alejarse de la realidad

Somos los nuevos esclavos de un cuadrado de plástico



Cuál será su verdadera función?

El mensaje de texto nunca es leído con la intención del que lo escribe

Lo cierto es que ahora sin celular no salimos ni a la esquina

Una vez me dijo un amigo “este aparato no te deja vivir tranquilo”

Los celulares se están apoderando de nuestros tiempos

A veces pienso si nuestros abuelos salían con la pluma cucharita en el bolsillo

Raro, pero de alguna manera se las ingeniaban para tener citas con mujercitas

Es más que un aparato comunicacional, son los controladores de nuestras vidas

Señoras y señores los tengo que dejar, me llaman al cel.

¿Sera así?


A las 20 horas del año 4.578 Reverendo y Gatillo tomaron el vuelo 03 de la empresa Júpiter en una ciudad llamada Ilusiones para recorrer todos los planetas. Su primer destino fue el aeropuerto de Tinieblas, situado en la luna, donde lo recogieron Eté y Alf, botones de un elegante y hermoso hotel.
Al día siguiente desayunaron muy temprano y luego tomaron un taxi cósmico que los llevaría a recorrer cada rincón de la luna, viajaron unos 20 kilómetros hacia el sur y llegaron a la ciudad de Cráter, un pequeño y agradable lugar donde abundaba el bienestar de la gente pero la luz solar era escasa. Allí los recibió Felpudo un marciano de 84 años encargado de mostrarles a los turistas toda la ciudad. Emprendieron una larga caminata por las oscuras calles mientras Felpudo les explicaba el origen de dicha ciudad. Su primera parada fue “Aventura”, un lugar en donde los marciano pasaban sus ratos libres entreteniéndose con máquinas que podían llevarlo al pasado y así ver lo que fueron en sus vidas anteriores.
Aventura se caracterizaba por la atención al público ya que había más de 500 robots que se encargaban de que sus visitantes se sientan como en sus propias casas, era tan grande como un meteorito, estaba decorado con delicadas telas que colgaban desde el techo hacia el suelo. Dentro del lugar había pequeños cohetes que se encargaban de trasladar a los visitantes hacia distintos lugares del salón, ya que se dividía en 4 estrellas: la primera era para los apasionados del juego y dentro de ella había carreras de satélites; la segunda estrella estaba dedicada a las marcianas donde podían charlar muy tranquilamente; la tercera era para los enamorados, allí Trivilin, un marciano de 24 años daba charlas referidas al amor; por último al final del salón se encontraba la estrella Picardías donde los marcianos pasaban las noches más hot .
Llegada las 2 de la tarde Reverendo, Gatillo y Felpudo se dirigieron a una parrilla situada en la calle Esperanza al 3500 donde almorzaron carne política a los cinco quesos.
A las 5 de la tarde siguieron con la caminata hasta llegar a un edificio de 5000 pisos hacia arriba y 4000 pisos hacia abajo ubicado en la calle ICQ Y MSN llamado Escuela Time.
Dentro de el había pantallas gigantes con imágenes en vivo y en directo del planeta tierra, allí le enseñaban a los marcianos pequeños a no copiar las actitudes humanas, diferenciando lo que estaba bien de lo que estaba mal , era la única escuela situada en esa ciudad.
Luego de varias horas de recorrida los marcianos regresaron al hotel, descansaron en sus burbujas de aire y a las 8 de la mañana del día siguiente tomaron el vuelo 04 de la empresa Inbo con destino al planeta Esmeralda.
Luego de 9 minutos 30 segundos llegaron a su destino y tomaron un cohete que los llevó hasta el hotel Rubí donde dejaron sus pertenencias.
A las 8 y media de la mañana los paso a buscar el Pelequito un marciano de la zona que conocía el lugar como los 3 dedos de su mano, subieron a su cohete y después de 54 segundos de viaje llegaron a la zona turística donde se encontraban los tesoros más preciados del planeta.
En la calle Vida al 25 una radiante luz iluminaba un edificio de 3000 pisos decorado con fotos de un viejo escritor llamado Perfecto, allí los marcianos tenían clases todos los días de 8 a 12 del mediodía dirigida por un maestro llamado Amor. A la derecha un gigantesco salón circular de casi 4000 metros dirigido por el marciano Amistad daba clases de 14 a 16.
Reverendo, Gatillo y Pelequito siguieron con su recorrido hasta llegar al complejo deportivo llamado Otro Mundo donde se encontraba los deportista más grande de todos los años luz , allí se realizaban deportes tales como el básquet Jordiano y el fútbol Maradoniano.
A las 13 horas el Pelequito llevó a los marcianos a una estrella gigante donde podían degustar de diferentes comidas como por ejemplo “plato al asesino crudo” y “represores al spiedo”, el lugar era atendido por robots y en cada rincón tenía plasmas con imágenes de Munrra el gobernador de esa ciudad, terminaron el almuerzo y se fueron al hotel para descansar en sus burbujas.
Llegada las 8 de la mañana los marcianos tomaron el vuelo 01 de la empresa Maquesena y regresaron al aeropuerto de Ilusiones a las 8 y 20 segundos.

El primero se lo toma uno


Tomamos mate cuando el estómago nos da el sí. Suele pasar que tenemos la panza rara y un mate nos produciría una languidez molesta. Pero esto nos ocurre con más frecuencia cuando estamos solos, cuando ponemos el agua como para no compartir con nadie. Porque cuando estamos con gente el estómago nunca dice no. Este sería el primer paso: que la panza nos lo permita.

Después ponemos el agua, esperamos a que se ponga blanquita o que haga globos chiquitos. Algunos tiran un chorro en la bacha (nunca entendí cómo se dan cuenta de que está a punto. ¿El humo lo demuestra?). Acto seguido, la ponemos en el termo, con cuidado – y más aún si la pava tiene un poco de sarro y se chorrea - . No voy a explicar cómo se prepara el mate, porque cada uno tiene su táctica particular: poner primero la yerba, después la bombilla o viceversa, o no poner la bombilla hasta cebar el primero. En fin, hay muchas formas. Vamos a la mesa.

El primero se lo toma uno. Asqueroso. Trago amargo. (Aclaro que el mate es sinónimo de amargo. Nada de andar poniendo azúcar). La panza tiene que estar preparada, como ya dije, los jugos gástricos empiezan a degradar con potencia. Alguna que otra abuela escupe en la bacha el primer trago, hace tiempo que no veo esa acción (poco agradable, por cierto).
Es una mala actitud darle el primero a quien comparte con nosotros, sí. Porque si uno opta por cebar, se tiene que aguantar ese mate. Pasó el primero.

Poco a poco deja de ser áspero y se pone agradable la ronda. Hay que confesar que el cebador siempre toma de más. Si no es por motivos de acomodarlo, de que está “lavado”, es porque se olvida a quién le toca. Pero está el que lo relojea y tiene en mente a quién le corresponde, a quién no y hasta cuántos tomó cada uno. Viene bien para el cebador distraído que de forma constante dice “¿quién tomó. Tomaste vos?” y responde el que acaba de tomar. O también pasa que el tomador está distraído y es ahí cuando salta el atento y dice “tomó ella. Ahora me toca a mí”. Hay que confesar que todos esperamos a que nos toque, estamos atentos y a veces pensamos y hasta decimos “¡dale con el mate!”.

¡ Qué lindo que se nos manche la hoja mientras estudiamos! (ya sabemos lo que eso significa. Para el que no... “Hoja manchada, materia aprobada”). ¡Qué bueno que es tomar mates! Para los asquerosos que no les gusta compartir con sus compañeros, sepan que pueden contagiarse cualquier virus con la persona que conozcan el fin de semana en el boliche. ¡Es una pavada!

De todos modos, a mí tampoco me gusta ver que la baba se estire entre los labios y la bombilla. Podemos evitar eso, miramos para el costado y nunca nos enteramos. Uno se cree que porque le pase al otro a nosotros no nos pasa. No es así. Mientras escribo esto pienso...¿Y si quien me lee una vez vio la baba mía pegada a la bombilla? Disculpen, no me di cuenta.
Tampoco me agrada compartirlo con quien estuvo comiendo ajo y trae consigo el olor o aquél a quien se le forma la babita blanca en la comisura de los labios. Da una especie de asquete, si, pero siempre encontramos la forma de zafar de una situación así. Siempre. Simplemente diciendo “yo no tomo, gracias”.