martes, 26 de mayo de 2009

A partir del abrazo que buscamos

Las agujas marcan las siete de la tarde. Leda, sentada en el sofá más confortable del living, saca bolitas de su sweater de lana colorado. Ahora se aburre y se inclina hacia la mesita, toma el libro que le regaló su madre el día anterior, cruza las piernas y comienza a leer en voz alta (nunca leía en vos interior porque ello le quitaba la concentración):

El mundo

Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. A la vuelta contó. Dijo que había contemplado desde arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.
-El mundo es eso -reveló- un montón de gente, un mar de fueguitos. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se enciende.

Eduardo Galeano. El libro de los abrazos.


He aquí su destino. Antes impredecible.
Leda cierra el libro y se va a preparar un café. Lo bate con azúcar y un chorro de agua, mientras tanto, una correntada de palabras le circula por la cabeza. Después de verter el líquido hasta llenar la taza, vuelve y retoma la lectura.
Da vuelta la página uno, lee la dos, la tres y siente que una fuerza extraña la incomoda, la desconcentra. Vuelve a fijar su atención y este acto no dura más que un minuto. Lo apoya en la mesa ratona, se relaja, estira las piernas, cierra los ojos y se sumerge en la nada. Navega por la correntada de palabras, no hay sonido que interrumpa este momento, se siente agradable, con ganas de permanecer así el resto de sus días.
Se sobresalta. Se incorpora de un movimiento brusco y pasa a un estado similar al catatónico que sufren los esquizofrénicos. Una de las palabras se ancló profunda en su mente. Aún no había sonido interruptor. El libro, ella, y la taza de café.
Hacía varios años que Leda no destinaba su tiempo a leer. Su rutina consiste en ordenar la casa, cocinar y esperar a que llegue su madre para disfrutarla. Para que le cuente cómo le había ido, para que la haga reír, para que la acompañe, para que la haga feliz. Se trata de una vida lineal, paralela a cada uno de los años que transcurren. No hay nada que le haga ruido. Leda tiene 31 años.
De a poco recupera su estado normal, siente frío, le tiemblan las manos y las piernas. Se aferra al sofá, hunde los dedos en el terciopelo y se para.
Ya son las ocho. Es la hora de que su madre regrese de la peluquería. Leda se sienta a esperarla en un rincón del zaguán. Allí siente más frío aún, pero envuelve sus manos con los puños del sweater colorado y se queda un cuarto de hora más. Se escucha un ruido en el cerrojo; es la llave.
Leda se pone de pie, traga saliva, endereza su postura y, con la frente alta, vive el momento en que se abre la puerta.

- ¿Por qué tengo tanto frío, mamá, si soy un fueguito, como dice ahí?

- Hija, dame un beso. ¿De qué hablás? ¿Dónde dice eso?

- En el libro.

- Vamos al comedor, Leda, tengo que hablarte.

Le brotó una nueva cantidad de pelotitas rojas al pulóver. No dejó de brindarse calor con su tacto durante los quince minutos que permaneció en el zaguán. Ahora se concentra, de nuevo, en quitárselas.
Su madre la mira detenidamente, sin interrumpirla, hasta que rompe el bloque de silencio.

- Veo que leiste al menos la primera hoja. Es importante para mí que lo hayas hecho.
Sé que hasta hoy me equivoqué demasiado con vos, no quise que tengas una vida social, como la que todos merecen. Nuestro vínculo, Leda, es estrecho al extremo y creo necesario empezar a abrirlo. Mirame.

Ella levanta la vista.

- Quiero que vos, hija, quemes, alumbres. Quiero que ardas la vida con pasión. Sola. Ahora.

Los ojos de Leda se inundan de lágrimas gruesas. Antes de que caigan, dice con la voz quebrada:

- Nunca conocí el mar de fueguitos. De ningún color, de ninguna forma. Puedo mirarte sólo a vos para que me enciendas. Me parece que ya es tarde. Tengo frío, mamá, mucho frío. Abrazame.

5 comentarios:

  1. Cuesta brillar por sí solos,muchas veces necesitamos de ese fuego que nos haga arder y así darnos cuenta de quiénes somos.
    Nunca se sabe cuando puede aparecer, para algunos llega de forma temprana,mientras que otros esperan con ansias ese momento.
    Lo importante es darse cuenta, sin importar el tiempo ni la hora.
    Tdos tenemos a alguien por quién brillar.

    Gran Abrazo Colega.

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  2. Malvina Liberatore26 de mayo de 2009, 20:01

    El otro día leí un artículo de Alicia Le Fur, que tenía mi hna por ahí, titulado "No lo haré por tí, pero sí por mis hijos". Es para detenerse a pensar en este título me parece y pensar que el de un hijo, seguramente, sea el mejor de los abrazos. y tmb ese fuego en el que apoyemos nuestras manos. Quizás; no sé.

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  3. Que tremendo esto Malvi ehh... me dejaste fuaa... una sola frase:

    ¿Por qué tengo tanto frío, mamá, si soy un fueguito, como dice ahí?


    Anoche me emocione y sali de la colgades, puse algo sobre esas cosas que a mi me apasionan, musicaa! jaja.
    Un beso muy grande, esta bueno platonizar che.

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  4. No dejas de sorprender amiga, me gusto mucho lo que escribiste…Sabes que adoro ese texto de Galeano, si tuviera que clasificarte en alguno de esos fuegos diría que ardes la vida con tantas ganas que no se puede mirarte sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.

    Viajemos al país de los sueños, donde existan personas que quieran cambiar un sueño de viajes por un sueño de amores y otras ofrezcan un sueño para reír en trueque por un sueño para llorar un llanto bien gustoso.

    Te quiero!
    Betu

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  5. Pichona que lindo lo que escribiste cuesta tanto encontrarse a uno mismo, que cuando te encontras muchas veces no te reconoces te ves haciendo cosas que decis esa soy yo a mi el verano pasado me paso con alguien que vos sabras que recobro en mi ese fuego que estaba dormido.
    T kiero

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