jueves, 12 de noviembre de 2009

A las diez, en Las Heras

No te escuché. ¿Dónde me dijiste que nos encontramos? En Las Heras, a la hora de siempre. Ahí estaré entonces, si no llego puntual, pedime un café. Por favor, no te demores, mañana tengo muchas cosas que hacer y lo que tengo que decirte es importante. No me voy a demorar, vos pedime el café que cuando lo traigan, ya voy a estar ahí.
Cortaron.
Bety apagó la luz, tomó la crema y se puso en ambas manos. Se las masajeó un buen rato y luego se quedó dormida.
Al otro día se levantará, como cada mañana, se prepará el café y, mientras espere a que se enfríe, se pondrá una pollera negra con una blusa blanca de mangas tres cuartos. Así será. Luego de dos o tres intentos, pondrá en marcha el Renault y lo estacionará a dos cuadras de Las Heras.
Miriam colgó el tubo y vio que los dígitos del teléfono tenían un poco de tierra. Tomó un trapito, le puso Blem y los limpió uno por uno. Y se fue a dormir. Le costó conciliar el sueño. Mucho le costó. Con pesadez se levantó y preparó un té con dos saquitos de tilo. Lo tomó. Ahora sí. Tendrá pesadillas en algunas horas, pero no lo sabe al momento de quedarse dormida.
Se duchará antes de salir y se pondrá un Jean blanco con una blusa negra si es que hace calor. No sacará el auto mañana, esperará el micro en la puerta de su casa y a las diez en punto entrará a Las Heras. Se quitará los anteojos oscuros y el mozo le ofrecerá el menú. Ella pedirá: “dos cafés dobles por favor”.
Pero Bety no abrirá la puerta a las apuradas. Bety no llegará a Las Heras y la matarán al bajar de su Renault. Dos hombres le perforarán los pulmones con tres balazos de una calibre 22 y le apagarán un cigarrillo en el ojo izquierdo. Seguirán de largo en la moto y no se los volverán a ver.
Miriam tomó su café y también el de Bety, para que no se enfríe. Ya son las once menos cuarto. Está inquieta, siente deseos de ingerir whisky o alguna bebida fuerte. La pide: “un whisky doble por favor”. El mozo se lo trae. Lo toma. Está nerviosa, muy nerviosa. Teme no poder advertirle a Bety que allanaron el prostíbulo de Liniers. Teme que Bety, después de este café, se niegue a apartarse del tráfico de chiquitas.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Hacer una composición cuando volvemos de la escuela


Hoy es jueves 26 de junio de 2009. Estoy en la pieza de mi mamá, tirada arriba de la cama, con Emma, la gata, pero está re dormida. Intenté despertarla dos o tres veces, no hubo caso, sigue ahí, inmóvil, aburrida.
Afuera hace mucho frío, pero acá no. Porque el año pasado, cuando nos mudamos, mi mamá hizo poner una cosa que hace que el calor brote por los poros del piso. Ahora no me acuerdo cómo se llama, mi hermana le dice “rosa brillante” o algo así.
Bueno, hasta acá creo que es suficiente para responder, mañana, a las preguntas de comprensión lectora que nos exige la maestra. Ya puse el tiempo, el espacio, y me faltaría un personaje principal. Podría ser yo, pero mejor no, porque después cuando mi hermana lea la composición me va a decir, como siempre, “Yo, yo, yo y yo”, por eso mejor la pongo a Emma. Esta cosa peluda que está acá; ya no sé si es un animal o uno de esos micrófonos que se usan para filmar películas. No se mueve. La tiraría al piso y la aplastaría con mis dos pies hasta que se queme viva con la rosa brillante. No, pobrecita.
Recién le dije: “Eeeeemmmaaaa…Eeeemmmaaaa. ¡Ema, che, despertate de una vez que me aburro!”, pero sigue ahí. Muerta creo que no está, porque cuando la zamarreo mueve la patita. Mi mamá dice que no la moleste, que duerme tanto porque está vieja, y yo pienso “la abuela también es vieja y no por eso duerme todo el día”, pero no le digo nada, pierde el humor enseguida. Debe estar vieja ella también.
Yo la quiero a Emma, pero no entiende que me aburro hasta la desesperación, que la semana pasada dejé patín, que mi hermana pasa toda la tarde en el chat, que mi casa siempre está ordenada, que no tengo vecinos conocidos y que yo cuando salgo de la escuela no tengo con quién jugar.
Ya voy a ver cómo manejo esta situación, quizás pueda comprarme un gato nuevo, chiquito, que sea joven para jugar y que cuando sea viejo pueda quemarlo vivo con la rosa brillante. No, pobrecito.
Bueno, me voy a preparar una chocolatada y después a la librería. Emma queda acá, dormida por completo. Ahora le voy a tirar de la cola a ver qué pasa, o al menos para saber si está viva.

Leo Rails

Leo Rails murió ayer. Presionó el botón rojo de la Dandy Esen y de un destello lo fumigó de aquí. “Somos mortales”, fue lo último que dijo. Lo cremarán mañana.

Días atrás había terminado de lustrar el sarcófago de madaga. Las hojas de árbol de madaga nunca faltaron en su mesa de luz: tenía dos o tres, y las renovaba cuando llegaba el otoño. Inhalar ese aroma era uno de sus placeres selectivos, no el único. Se había transformado en vicioso al atravesar la sensación de mareo y aire interior que le generaban esas hojas. Su momento preferido de inhalación era a la mañana, bien temprano, ni bien se levantaba; antes de desayunar, antes de lavarse la cara, antes de abrir los ojos.
Tuvo una vida signada por malos vicios, por costumbres oscuras.
Por las noches, barajaba naipes españoles y fumaba Lucky Coeur. Dos por cada cuarto de hora. Tomaba una copa de whisky, zarandeaba el vaso y el ardor encarnado en bebida se desvanecía al dejar rastros amargos en su boca, eso era indicio de soledad o sogyo sil, como él la llamaba. La bebida lo recorría, y nadie más.

Sus naipes eran siempre recién comprados. Con el tiempo había descubierto una forma puntual de barajar y fumar a la vez para no usar cenicero: ubicaba el cigarrillo entre los dedos índice y mayor mientras las cartas se deslizaban una tras otra. Tiraba las cenizas al piso de granito y, ya en el piso, las aplastaba con el zapato.
La vida de Leo Rails no pasaba sólo por las good festin que celebraba en su casa, rodeado de mujeres baratas y apuestas riesgosas a la timba entre amigos. Leo Rails era empleado de una pequeña sucursal de la cadena de electrodomésticos “favrus”, en la localidad de Mercades. Era uno más del montón, o uno menos.
Gastaba la totalidad de su sueldo en el Bingo y en prostíbulos calificados como “turbios e ilegales”. Disfrutaba los ratos con esas pobres mujeres que ponían sus cuerpos a disposición de los cafillos.

La vida en ese pueblucho lo había convertido en un tipo ajeno, que se refugiaba en las hojas de madaga y que se abstraía de todo lo que circundaba. En el trabajo era un empleado ejemplar: cumplía estrictamente los horarios y respetaba al personal.
Leo Rails era un tipo correcto para la sociedad. Para una sociedad hundida en la pura superstición de pueblo, en banalidades que sólo a ellos les importaba.

Leo Rails se sintió desbordado. Ayer dejó de ser un tipo correcto, un pobre tipo.

Nosotros también somos eso

Nos despertamos alrededor de las diez. Primero yo, después él. La ciudad aún no había amanecido.
Corrí las cortinas de la habitación, hice foco con mis pupilas hasta encontrar la nitidez perfecta: eran los gitanos. Largué las telas con un tirón furioso y volví a la cama; no quería aparatos nuevos, no me importaba que tengan nuevas formas y colores. No. Así estábamos bien.
Carlos distinguió en mi cara los típicos rasgos de indignación; no dijo nada. Nos habíamos acostumbrado a silenciar nuestras voces durante largas horas del día. No había resultado complejo adiestrar nuestros balbuceos y conclusiones involuntarias sobre los de al lado.
De algún modo, aún oculto, nos sentíamos incómodos en el barrio. En la ciudad. Nuestra ciudad de siempre.
Desde que ellos habían llegado, prevalecían las correntadas de superstición y misterio y de la superstición por los innumerables misterios que ellos nos presentaban. Eran gente rara. Todos los conocían, pero nadie sabía de ellos.
Bastaba con trepar a nuestro tapial del patio de atrás para ver a ese tipo, a ese pobre tipo, encadenado bajo el nogal y la muchachita con cola de cerdo sentada a su par. Eran gente rara. Macondo ya no era Macondo y el deseo, de Carlos y mío, era abstraernos y dejar en el olvido ese lugar.
Pero no podíamos. Ahora formábamos parte de un continente pequeño, o de una isla, un islote o un pedazo de tierra habitado. Al lado nuestro vivía esa gente. Nosotros también éramos Buendía ahora; no comíamos tierra, pero tantas subidas al tapial, tanto espiarlos, había hecho, de nosotros, una extensión amorfa, una metástasis de su asquerosa enfermedad.

miércoles, 26 de agosto de 2009

El gato de bolsillo (para ser contado)

No es nada fuera de lo común venirles con el planteo de que una misma palabra puede tener múltiples definiciones y que éstas, a su vez, dependen del contexto que las incluye. Eso todos lo sabemos. Pongamos como ejemplo “el gato”:
El gato como animal. Principalmente.
El gato como una herramienta para cambiar la rueda de un auto.
El gato como un gil o un chabón cualquiera “eh gato, recatate” ¿no? (en léxico villero o tumbero)
El gato como un flaco que se hace el lindo, “que se hace el gato” (decimos) y por lo general no tienen buen aspecto, digo, seductor, sino más bien un aspecto gracioso o chistoso.
El gato como una mina fácil, si se quiere, podemos pensar en una mina bien bien rubia o bien bien morocha. Bien maquillada, con ropas ajustadas. Botas. Y así, de a poco, dibujamos en nuestra mente precisamente esto de lo que estamos hablando: un gato.
Pero qué pasa, esta misma palabra, con esta connotación, tiene más subdivisiones:
Gato con botas, por ejemplo, es el gato evidente. El que no se oculta. El que dobla la esquina y al instante cruzamos miradas cómplices y decimos “ah, bueno”.
El Gato Encerrado es el que sí se oculta. Ojo acá. De repente vemos a una mina, con cara de “soy inofensiva. Me gusta ser responsable. Soy respetuosa” pero sospechamos que tiene un gato encerrado. Y ahí decimos: esta mina tiene un gato en el bolsillo.
Y acá quería llegar, salir de las definiciones comunes y pensar en el gato de bolsillo. El gato de bolsillo, ¿qué es un gato de bolsillo? Si tratamos de visualizar esto se viene a la mente el diccionario “de bolsillo”, o ediciones de libros “de bolsillo”, o un encendedor cricket de los más chiquitos. Pero… ¿un gato? Un gato…
Y quizás sea, lo que hasta acá todavía no dije y ustedes tampoco me interrumpieron para decirlo, una concepción más bien de niños, inocente, y que porque no somos niños, no se nos ocurre. Un gato de bolsillo puede ser un juguete pequeño, que se guarda en cualquier lado, ideal para las salas de espera de los consultorios de pediatras.

martes, 18 de agosto de 2009

De una sentada


Y a veces pasa ese tipo de cosas, si. A veces, o por lo general o muy a menudo en mi caso. Pasan pisando una altura de la vida en la que, de repente, ya no somos lo que éramos antes. Aún no pertenezco. Y esta historia, breve, escrita de una sentada, a eso hace referencia.
Tiene un derrame en el ojo, o un ojo color derrame. Qué te pasó, le pregunto, hice un esfuerzo, me responde. Quisiera saber, le digo, cuál fue el esfuerzo que hiciste, vení, me dice, a ver y puntos suspensivos…
Se trata de una cama antigua, pesada – por cierto – con dos tacos de madera de diez centímetros de alto ubicados debajo de dos de las patas del gigante. Vos levantaste esto, le pregunto, si, me responde. Tu abuelo puso las maderitas y yo le tenía. A ver y puntos suspensivos… Intento levantarla y el elástico que va desde la cintura hacia el cuello se me estira. Mucho. Dejo de intentarlo y repregunto: vos levantaste esto. Sí, responde con una mirada cómplice. Estás loca, le respondo.
No quería decirle a tu papá que me ayude, él siempre anda ocupado. A esta altura de tu vida, Tere, no puedo discutirte nada. Ya te pusiste las gotitas que te dieron, le pregunto, o querés que te las ponga, le ofrezco.

jueves, 30 de julio de 2009

Ficha médica: "demasiada lectura"


María Herminia abrió el segundo cajón de la cómoda, sacó el frasco, desenroscó la tapa redonda y se puso colonia detrás de las orejas, como siempre. Cerró las celosías de las ventanas que daban a la calle Talcahuano y se desplazó por el pasillo dejando una ráfaga perfumada. Ráfaga un tanto rancia, característica de los días en que se arreglaba para ir a misa o al médico.
Julio escuchaba los pasos aproximarse. Ya estaba bañado y cambiado desde temprano. Ahora estaba tirado en la cama, a oscuras, leyendo las últimas líneas de “El faro del fin del mundo”.Deseaba que de repente el pasillo se transformara en la muralla china y que su madre nunca llegara a buscarlo, que nunca abriera la puerta para sacarlo de allí.
Se quedó inmóvil, apretó los dientes y revoleó las pupilas de izquierda a derecha, agudizó el sentido del oído, achicó los ojos y pensó “que no entre, que no entre, que no entre. Que siga hasta el baño, que siga…”
Se abrió la puerta y la voz femenina dijo:
- Dale Julio. Dejá eso y vamos que si llegamos tarde perdemos el turno.
Se levantó de un salto. Sabía que no tenía lugar la objeción que se le ocurriese para retrucar. Tenía que ir al médico. Alisó el acolchado con ambas manos, se puso en punta de pies para mirarse al espejo y dijo: “listo. Vamos mamá”.
Mientras caminaban los dos por el pasillo, Julio pensaba en cómo se aburriría en la sala de espera. El médico al que iban era de esos que atrasan los turnos por estar más de media hora con cada paciente.
- Esperame acá, mamá. Esperame que me olvido algo.
Corrió sin flexionar las rodillas, como lo hacía todas las tardes que jugaba carreras con Memé en el jardín. Entró a su habitación y agarró el libro. Corrió de nuevo hacia donde estaba su madre.
- Listo, ahora sí.
- ¿Para qué el libro, hijo?
- Para no aburrirme mientras esperamos, mamá. ¿Prestaste atención a algunas cosas que pasan allí cada vez que vamos? En la sala de espera todos se miran entre ellos pero nadie habla, las revistas, además de viejas, tienen todos los crucigramas hechos y, el día que encontré uno incompleto, la secretaria no quiso prestarme su lapicera.
María Herminia lo miró con las cejas levantadas y una sonrisa, se agachó, le dio un beso en la cabeza y le dijo: Vamos hijo.
Se agarraron de la mano y, después de apagar la luz, la madre cerró la puerta con dos vueltas de llave. Pasados los cinco escalones de mármol, atravesaron el jardín de entrada y se largaron a caminar sobre la calle Talcahuano.
Era un día hermoso. Julio pensaba en que, por la tarde, jugaría con Memé en caso de que ella no invitase a sus amigas. De ser así, se encerraría en su pieza con dos tazas de chocolatada y tres rodajas de pan con dulce de membrillo y terminaría de leer “El faro del fin del mundo”. Después de eso – pensaba - empezaría con uno de Auguste Comte que le había regalado su vecino Pereyra Brizuela la semana anterior.
Faltaban dos cuadras para llegar al consultorio del Doctor Espinoza. A Julio no le agradaba ir y, en más de una ocasión, le había confesado a su madre que en él veía una figura monstruosa, que tenía la certeza de que no lo trataba al igual que los otros niños que se atendían con él. Esta vez no dijo nada. Tuvo presente que era el médico más cercano y que lo conocía desde que había llegado al barrio, cuando él tenía cuatro años.

- ¿Ya estamos por llegar, mamá? Estoy cansado de caminar, no puedo respirar bien.
- Ya llegamos, hijo. Caminemos más despacio, no hay apuro. ¿Te gustó el libro que te regalé?
- Si, mamá. Es hermoso. Me quedan pocas líneas para terminar. Algún día me gustaría que viajemos con Memé y la abuela a Ushuaia y conozcamos el faro del fin del mundo.
- Algún día, hijo, algún día. Todavía sos muy chiquito.

Llegaron al consultorio. Mientras María Herminia le entregaba a la secretaria el carnet de la obra social y pagaba la consulta, Julio miraba para los costados en busca de un lugar para sentarse. Había sólo una silla.
- Mami, te espero allá- Y señaló el rincón donde se encontraba la silla desocupada.
- Bueno, ahora voy- dijo la madre.
Julio corrió con el libro bajo el brazo derecho y se sentó. Su respiración se regularizaba de modo paulatino. Sus pies no alcanzaban el piso; se sintió un poco avergonzado por ello y flexionó las piernas para, después, cruzarlas a modo de chinito.
Abrió el libro desesperadamente y empezó a leer. Cuando llegó la madre, se paró sin apartar la vista de la hoja y esperó a que ella se sentara para, luego, sentarse en su falda.
Pasada media hora, Julio había terminado de leer “El faro del fin del mundo” y ahora se encontraba mostrándole las ilustraciones a su madre y contándole el por qué de cada una de ellas. Herminia lo escuchaba atenta, a pesar de haber leído el libro más de una vez.
El monstruo abrió la puerta y dijo “Julio Florencio Denis, adelante”. Se paró de un salto y, sin saludar, entró y se sentó arriba de la camilla forrada.
- Perdón la descortesía de mi hijo, Doctor, ¿Cómo le va?
El Doctor Espinoza sonrió y cerró la puerta.
Julio permanecía quieto en la camilla mirando las paredes. Mientras su madre conversaba con el médico acerca de sus padecimientos, su juego era contar, en voz interior, los cuadros con diplomas y títulos que había colgados. Sus intervenciones eran mínimas. No le gustaba conversar con ese hombre.
- Mi hijo se enferma mucho doctor. Cada dos meses le levanta fiebre y en seguida corro a la farmacia en busca de antibióticos. No entiendo por qué salió tan enfermizo.
El doctor dirigió su mirada al niño y le dijo:
- ¿Qué hacés Julio cuando volvés de la escuela?
- Leo- contestó julio con voz tímida y mirando al suelo.
- ¿Y no te gusta jugar?
- Sí, me encanta. – Dijo con entusiasmo y mirándolo a los ojos - Pero me canso mucho y las amigas de Memé se burlan de mí. Entonces me encierro en mi pieza y leo libros. Eso no me cansa.
-¿Leés porque la maestra te los pide como tarea?
- No, las tareas las hago a la noche. Leo libros de aventura que me regala mi mamá. Reciencito terminé uno de Julio Verne. ¿Qué tiene de malo eso? ¿Acaso a usted no le gusta leer?
- Claro que me gusta leer Julio. Pero me parece que vos sos muy chiquito y estás leyendo mucho.

Espinoza anotó en la ficha: “demasiada lectura”. Julio irguió la cabeza, estiró el cuello y levantó las cejas para ver qué ponía pero, desde la camilla, fue imposible saberlo. Ahora se había aburrido de contar lo cuadros y jugaba a hacer movimientos alternados con las piernas: para adelante y para atrás, dos veces con la derecha y una con la izquierda, dos veces con la izquierda y una con la derecha, después al revés. Continuaba respondiendo a las preguntas, pero no se apartaba de la concentración para no perder el ritmo y hacerlo cada vez más ligero.

- Basta Julio, vas a dar vuelta la camilla si seguís moviendo las piernas así. Comportate. Vení a sentarte acá conmigo. - Dijo María Herminia con un tono de voz áspero.
- No mamá. Me quedo acá.
- Vení Julio que el doctor te va a pesar – Y se paró a buscarlo.
- ¿Entonces usted dice que debería dedicar más tiempo al juego doctor? Decía Herminia mientras le quitaba la campera a Julio para que lo pesen.
- ¿Cuántas horas lee su hijo?
- Toda la tarde.
- No mamá, no siempre – intervino Julio – algunas tardes las amigas de Memé me golpean la puerta y me piden que les muestre los hormigueros que hay en la galería del jardín.
- Sí hijo, pero pasás mucho tiempo leyendo. Hay que decirle la verdad al doctor.

Julio ya estaba desnudo y dio el paso adelante para subir a la balanza.
Aparecieron los baldosones de colores y las imágenes extrañas. Igual de extrañas que el placer que le daba viajar entre esas tonalidades armónicas. Y no tanto. Había otros niños con él, lo empujaban, se escondían, se reían y desaparecían. A Julio se le desdibujaba la sonrisa y quedaba solo, sin saber en qué parte de ese espacio ubicarse.
Todo a su alrededor eran baldosas cuadradas, rojas, naranjas, amarillas, blancas. No distinguía el techo del suelo y las paredes de los zócalos. Todo era una misma cosa. Por momentos percibía un parque arbolado con infantes deambulando, sujetos de la mano, que no notaban su presencia. Aquellos no eran sus amigos de Banfield, eran otros, menores que él. Desconocidos, con otros códigos, con un entusiasmo diferente al de Julio y sus compañeros de la escuela. Esa escena no le resultaba familiar, pero en un mismo, mismísimo plano, le era placentero estar allí. Atónito y atontado.

- Podés vestirte, Julio – dijo el médico.
Obedeció y se sentó de nuevo en la camilla mirando fijo al monstruo. Le miraba las manos, peludas, ásperas y voluptuosas. Le miraba el pelo, crespo pisando el extremo, virulanoso, como se lo describía a su abuela. Le miraba la nariz, ancha con fosas pronunciadas y dos pelos que escapaban del interior. Julio pensaba en traer su tijera Maped plegable, que tenía en la cartuchera, para cortárselos prolijamente. Qué feo era ese hombre.
Siguió mirándolo. No sabía qué pretendía ver en él. Sospechaba que quizás, algún día, sería el ogro principal del cuento, del cuento en el que él salvaría a Paulina, la alumna más hermosa de 4to “B”.
Tenía los rasgos perfectos, también, para ser un padre maldito, un padre de esos que se enojan por no tolerar que su hijo prefiera jugar al elástico o a las mímicas, antes que dormir la siesta. O un padre que se fuera lejos, bien lejos, sin reparar en la soledad que inauguraría en su mujer y sus hijos. Espinoza sería un personaje macabro de los cuentos que alguna vez escribiría. Tenía los rasgos perfectos.

- Creo prudente que suspenda la lectura de su hijo al menos durante cuatro meses. Julio tiene que permanecer más tiempo al aire libre. Es insalubre que lea tardes enteras.
- ¿Le parece doctor? A él le gusta mucho leer, no voy a poder apartarlo de sus escritos.
- No le compre más libros señora. Al menos por ahora.

María Herminia se paró, tendió su mano derecha y presionó la de Espinoza. Julio saltó de la camilla y, sin saludar, salió del consultorio.
Volvieron por la calle Talcahuano casi sin hablarse. Julio estaba ofendido.
- ¿Habrán vuelto la abuela y Memé de la peluquería?
- Creería que sí, hijo. ¿Qué te gustaría comer?
- Nada.
- Vamos hijo. Decime.
- Hormigas.
- No me hagas renegar, por favor. ¿Qué querés comer?
- Bichos bolita.
- Julio.
- Mamá.

Se soltaron de la mano y entraron a la casa; eran las doce del mediodía. La abuela estaba deslizando un pedacito de masa por el tenedor y Memé los ubicaba en fila sobre la mesada enharinada. Comerían ñoquis.

sábado, 4 de julio de 2009

Alejandro


Por las mañana salía a caminar porque decía que antes de desayunar había que hacer ejercicios para estar mejor de salud, ante la mirada atenta de sus compañeros de pieza se calzaba su pantalón, una elocuente campera y partía hacia la calle.
No caminaba mucho, no más de cuarenta cuadras. El puesto de diarios le quedaba muy lejos, al otro lado de su camino, por eso optaba por ver la realidad con sus propios ojos antes de comprar los mediáticos diarios que, según Alejandro, siempre decían lo mismo y nunca el mundo se iba a poner de acuerdo.
Al hacer unas veinte cuadras -ya casi la mitad de su camino- se sentó en el banco de una plaza donde no había más que una paloma y algunos viejos jugando al ajedrez. Se quedó sentado unos cuantos minutos, la medicación que le habían recetado lo desanimaba mucho, pero su afán de salir a caminar podía más que el diagnóstico de su doctor.
Ya un poco mejor y con un color rojizo en sus cachetes siguió su caminata. En cada esquina cruzaba alguna que otra palabra con los semáforos porque decía que nunca lo respetaban y que los colores estaban desordenados. Al caminar tenía la costumbre de contar las baldosas, y de no pisar las rayitas que las unían; lo había aprendido de Manuel, un viejo amigo del jardín.
Su segunda parada fue la estación de trenes. Alejandro amaba viajar, no era ni de acá ni de allá, no tenía un lugar fijo donde se lo podía encontrar, amaba la libertad y el aire libre. La libertad sobre todas las cosas. Era un chico normal, no soñaba con ser famoso, ni muchos menos vivir una vida de ricos, solamente quería vivir en libertad y ser feliz junto a sus pares.
Habían pasado diez minutos y Alejandro seguía con la mirada fija en el tren que pasaba, al ver el último vagón optó por volver hacia su casa después de sentir que otra ilusión de libertad, que ya no le correspondía, se le escapaba ante sus ojos.
Desahuciado por lo sucedido, la mirada del joven se posó sobre una margarita que se encontraba en el cantero de una casa abandonada. Se acercó, la agarró fuertemente y se la llevó a su casa. Pensaba que una flor nunca debía estar sola, menos ahora con todas las cosas malas que estaban pasando.
Alejandro le tenía mucho miedo a la oscuridad y sobre todo a la soledad, por eso nunca le gustaba estar solo, el siempre quería ser “libre” pero junto a sus seres queridos, tal vez esa angustia que tanto lo atormentaba la vio reflejada en esa flor, y por eso la agarró al verla solitaria.
Durante la caminata hacia la casa Alejandro no paró de hablarle a la margarita- la madre siempre le decía que había que hablarle a las flores- entre risas y llantos le contó su vida a la flor, su infancia, los integrantes de su familia y hasta los recuerdos que tenia de sus viejos amigos.
Ya en la casa, quiso presentarle a sus compañeros la margarita que había encontrado.
En primer lugar llamó a Juan un hombre de unos cuarenta años. Dentro de la casa lo llamaban Elvis, apenas la conoció quiso llevársela de gira a todos sus shows que ya tenia programado por el mundo; se murmuraba que era un gran músico pero que jamás había salido de la casa.
El siguiente fue Eber quien fumaba un tronco de sauce llorón y con una bolsa en su cabeza era el revolucionario del momento; algunos afirmaban que era Ernesto “Che” y que tenia aliados dentro de la casa. Uno de ellos era Pepe que con una cuchara de madera y una vestidura guerrillera controlaba todas las fronteras.
Terminada la presentación de su nueva amiga, Alejandro prefirió ir a descansar.
De fondo se escuchaban charlas revolucionarias y una suave música que provenía de la habitación de Juan.
Al despertarse observó que las horas habían pasado demasiado rápido y que ya la noche empezaba a caer- sabia que la medicación lo hacia dormir más de lo normal-.
Al salir al patio de la casa observó que a la noche la acompañaba la luna- le gustaba mucho el cielo, una vez una chica le había regalado una estrella y desde ese día no ha pasado noche sin que pase a saludarla - De repente escuchó unas corridas, como si fueran caballos al galope, eso le daba el aviso de que la cena estaba lista.
Alejandro no se desprendió de la margarita, siguió hablándole, le mostraba la casa, ese gran laberinto donde él vivía junto a sus compañeros.
Llegaron al comedor y se sentó junto a Charly un anciano que decía ser acomodador de cine.
La cuchara de madera que le funcionaba como linterna los hacia ordenar a todos en la mesa. Charly era el que más rose tenía con Eber por tener pensamientos diferentes.
Unos jóvenes altos y con una envestidura blanca eran los encargados de servir la comida, en ese gran comedor.
Todos empezaron a comer tranquilamente. De pronto, a lo lejos, se escuchó un grito que decía ¡Esperen, esperen! era Francisco que jamás dejaba comer sin antes bendecir la comida. Con una sabana blanca que le cubría todo el cuerpo se paraba en la punta de la mesa y desde allí daba un largo sermón.
Culminada la cena se fueron todos a dormir, divididos en grupos de cuatro y cinco.
Alejandro convivía junto a tres compañeros más. Uno de ellos era “Cacho” que vestía siempre la misma ropa militar y pretendía conquistar unas islas ubicadas en la argentina. El “Colo” era un bohemio, un hippie moderno según Juan. Nunca tenia problemas con los demás, vivía muy tranquilo. Cada noche cantaba diferentes temas con un zapato de guitarra que luchaba por poder afinar. Se decía que por las noches lo pasaba a saludar John Lennon para planear giras y recitales. Otro de los compañeros de Alejandro era Marcos, un gran científico, calculaba todos sus movimientos, hasta cuánto tardaba en atarse los cordones o quién pardeaba más dentro de la casa, se susurraba que superaba a Einstein.
Las noches allí no eran del todo buenas. La casa tenía una especial oscuridad de esperanza, que salía cada noche de los sentimientos de aquellos que vivían allí. Algunos soñaban con volver a encontrarse con ellos mismos, mientras que otros solamente vivían en un mundo distinto.
Ya llegada las veinte horas, los señores de blanco empiezan a repartir golosinas mezclándose con pastillas que saben a sueño. El silencio empieza a apoderase de la casa, mientras que la única estrella del cielo espera por Alejandro.

martes, 30 de junio de 2009

Muhammad Ali Vs. Art Aragón


No gordito, subí por la escalera de la derecha – le dije.
Me tomé de su mano, él de la vaharada, y arrancamos. El vuelo duró doce horas.

Era la primera vez que viajábamos en avión. Desde hacía varios años, yo le insistía para compartir un viaje a Norteamérica, pero mi marido era un hombre muy monódico y no había motivo que lo quitara de la línea. Por una cosa o por otra, nunca salíamos; yo lustraba sus zapatos de perol exclusivamente para que cumpla su rutina en el consultorio, nunca para ir a cenar a un restorán.
Yo, por aquél tiempo lumbrío, era una mujer extremadamente xumil, mi cabeza era una laguna de proyectos inconcretos, de cosas sin decir y pensamientos nefastos. No era feliz, lo confieso, por eso tenía la esperanza de que un tiempo lejos del país cambiaría mis condiciones.
La semana anterior al viaje, mientras aspiraba la taruga del living, pensaba en la enorme estremezón que podría generarle a Osvaldo, mi marido, ver en directo la pelea entre Art Aragón y Muhammad Ali que se realizaría en Manhattan dos meses después. Cuando lo consulté con mi hijo mayor, él me advirtió que tenga en cuenta los problemas cardíacos de su padre. Esa sería una emoción muy fuerte y, de tan fuerte, nociva.
Aragón era su boxeador preferido. Osvaldo lo tenía presente desde su niñez, incluso, el día que nos pusimos de novios, me tomó de la cintura y me dijo: “tu camisa es de setén, igual que la bata de Art. Me encanta”. Nunca había tenido la posibilidad de viajar a verlo, ni él había peleado en la Argentina. Por eso pensé en sacar las entradas para los dos y viajar a los Estados Unidos con ese pretexto.
Aceptó con alguna vacilación que pude resolver sin inconvenientes.

El día de la pelea, Osvaldo transpiró más de lo habitual. Se secaba la frente y manos con la manla, pero el sáculo de grasas, sus 194 kilos y el vicio a la nicotina, no le permitían un buen funcionamiento del organismo. Nunca entendí cómo, siendo médico, podía llevar una vida tan desprolija. No lo noté bien en el Trinity Boxing Club. Tuve miedo.
Lo senté en un costado y le compré una Coca – Cola mientras esperábamos a que empiece. No mejoraba y sudaba cada vez más.
- Qué te pasa - le pregunté.
- Estoy nervioso, Malvina.

Lo miré con el ceño fruncido y note sus párpados pesados, débiles. Lo acaricié con la esperanza de que se reanime aunque sea un poco y pueda disfrutar de la pelea; ya estaban por salir, la gente gritaba y ovacionaba a los boxeadores. En el ambiente había un tufo propio del tumulto de fanáticos, negros en su mayoría, el pasajo estaba repleto y, por lo poco que pude entender de un muchacho que estaba a mi lado, la venta de entradas había sido un éxito. Era de esperarse.
Osvaldo no se recomponía, me agaché de nuevo y le até el corindón de la zapatilla, le toqué los tobillos y estaban empapados. La ovación era cada vez mayor, Art y Muhammad habían subido al ring.

- Levantate gordito, por favor, ya están en el ring.
- No doy más – me dijo con los ojos cerrados y los labios secos.

Miré hacia atrás y tironeé el pantalón de un hombre.
- Please, help me.
- What do you need?
- An emergency number.
Agradecí y lo marqué de inmediato; mientras, miraba a Osvaldo de reojo, la gente estaba pasando su mejor momento allí, y nosotros estábamos al igual que un oso en una reata.
Cerró los ojos, me tiré encima de él y desaté el llanto. El vitoreo continuaba, las tarjetas de los jueces marcaban que Aragón ganaba por cuatro puntos sobre Ali.

viernes, 19 de junio de 2009

Canon de reflexión

Resulta cómodo refugiarse en la idea de que el ser humano, y la realidad en sí misma, son pura contingencia. Que somos lo que somos por estar ubicados en un tiempo y espacio determinados; que en breve, quizás, ya no seamos los mismos. Y que hoy no somos lo que fuimos antes. Heráclito lo dijo: “nadie se baña dos veces en el mismo río, ni ve dos veces a la misma persona”. Y es bueno tener esa frase presente. Lo paradójico es que en muchas ocasiones nos escudamos detrás de un ligero “soy así” o “es así”; negándonos al cambio.
Nos contradecimos una y otra vez. Constantemente.
Decimos que nos lastima que nos engañen, que nos traicionen, y sin embargo, desconozco a la persona que le disguste ver un truco de magia. Por el contrario, después de uno, exigimos otro. Y otro. Es que las ilusiones nos llenan de vida y son sólo eso, ilusiones. Miramos hasta ahí nomás, por temer a verlo todo, a descubrirlo. Y que se desvanezca.
Algunos filósofos dicen que en la actualidad el hombre no goza de capacidad de asombro. No lo creo. El asombro de hoy no es idéntico al de los griegos en la antigüedad, creo que hay infinidad de cosas por descubrir aún. Y tengo la certeza de que por más nociva que sea la sorpresa, es hermosa. Desconozco, también, a quien les desagraden. Es un instante de satisfacción. Efímero. Fugaz.

En otra etapa di espacio a la creencia en el destino. Desde allí me paraba y dejaba todo en sus manos. Hoy creo que lo que sucede a cada paso que damos es un acto azaroso. Que aquí y ahora desplazo los dedos por el teclado sin saber qué ocurrirá en la línea número treinta; quizás no escriba lo que tengo pensado escribir. Es cómodo, porque se deja a las cosas fluir, no se las espera. Y de nuevo surge la paradoja, porque mirar para adelante está sujeto a esos planes que queremos trazar y a esas cumbres que queremos pisar. Y no es fácil dejar las cosas fluir. No hay nada si no miramos más allá de ahora.
Nos piden un consejo y decimos “dejá que pase el tiempo”, pero sabemos que las “cuestiones de tiempo” son las más desesperantes. Hoy te lo digo a vos, y vos algún día me lo vas a decir a mí. Y de nuevo.
Por qué no creer que todo esté prendido del azar, por qué buscar porqués, si sabemos que el hombre no es una animal racional. Se trata de la necesidad. Las necesidades, si no se satisfacen, molestan. Quien tenga la vista aquí, imagine la más cercana. Molesta. Sé que una necesidad puede dejar de serlo con el tiempo; es certero. Pero de un modo u otro, con una explicación u otra, se pretende repararla.
Hasta este reglón, el último, quizás nada haya sido más de lo mismo. Pero es una necesidad, satisfecha.

domingo, 31 de mayo de 2009

visita a la nueva psicóloga

Hoy tuve la primera sesión con la psicóloga nueva, Marcela se llama.
Había decidido cambiarme porque la anterior no daba solución a mis problemas. Dicen que la gracia del tratamiento es que uno mismo encuentre sus propias soluciones, y que el paciente tiene que ser justamente eso, paciente. Me cuesta, me cuesta y más me cuesta que me cueste ser paciente. Desespero.
Salí del consultorio a las ocho en punto, enfurecida porque ella había estado con el celular en la mano durante los sesenta minutos. Me pregunto, ¿No se da cuenta que esa actitud es anti - pedagógica? Bueno, creo que la pedagogía es de los docentes, pero saben a lo que me refiero, digo… ¡estaba atentando contra mi salud! ¡Sufro de ansiedad desde los doce años y me atiende con el teléfono en la mano! No me animé a decírselo, era la primera cita y no quise caerle mal. Estimo que a partir de los próximos encuentros ella se dará cuenta de mi trastorno y no lo hará más.
Empezamos a charlar sobre mí; claro. Le conté por qué estaba allí sentada; le dije que porque Amalia, mi psicóloga anterior, no había logrado terminar con mi ansiedad. Me preguntó cuánto tiempo de tratamiento había hecho. Tres meses, le dije, y continué hablándole de cómo me había sentido en el otro diván: incómoda. Mencioné todos los motivos de ello: ambiente húmedo en el consultorio, cara de cansada de la psicóloga, ventanas que daban a la calle y me desbordaban las ganas de salir, falta de respuestas o meramente una asentida con la cabeza y, lo más importante, que ella nunca supo decirme qué hacer. Una solución. Una salida. Nunca.
A medida que hablaba, me daba cuenta de que esa era la estrategia oportuna: no dejar de hablar, porque si eso hacía, ella iba a tener lugar para decirme que tres meses de tratamiento habían sido muy pocos. Yo sabía eso, me lo habían dicho mis amigas, pero talvez pasaba desapercibido en esta especie de monólogo que yo hacía y, en una de esas, me trataba en menos tiempo. Para qué decirle “sé que fue escueto el tiempo”, prefería insistir con que la otra psicóloga había sido pésima.
Este consultorio nuevo, reconozco, está muy bien acondicionado. El diván en que estuve tirada la hora entera, comodísimo. Ella sentada en una silla de esas que se ven en las casas de decoraciones, de plástico, con forma circular. En una repisa al tono estaban los pañuelos descartables “Elite”, no los usé, no hubo necesidad. Muy lindo todo. Yo aprecié este paisaje interior mientras la psicóloga me hacía algunas preguntas, como por ejemplo: cómo es tu relación con tu familia, con tus amigas, con tu novio, cómo es tu vida sexual, tenés sueños recurrentes, qué es lo que te hace llorar, y creo que ninguna más.
Respondí a todas, obviamente. Me ponían nerviosa los baches de silencio; claro, pago noventa pesos por estar ahí sentada, hablando, y encima se da el espacio para callarse. Mis amigas me dicen “boluda aprovechalo lo más posible. Aprovechá esa hora para decirle todo lo que te pasa”. A mí no me va a ganar ni estafar. Quiero soluciones a mi ansiedad.
Respecto de la primera pregunta, le dije que con mi familia tenía una relación muy particular, que a mis hermanitos, por ejemplo, nunca los había llamado como tales; que a mi mamá le ocultaba unas cuantas cosas y que con mi papá, prácticamente, no me trataba. Ella asentía con la cabeza, por ende, yo continuaba contándole.
Después, le conté que con mis amigas y novio tenía una relación excelente, que siempre me ayudaban con mis ataques ansiosos y que eso me hacía muy bien. Nuevamente se me vino la estrategia a la cabeza: no dejar de hablar. Si eso pasaba, ella tendría lugar para meter su bocado ácido y decirme “¿cómo te ayudan con tus ataques de ansiedad?”. Si yo respondía con la verdad, probablemente, me orientaría por otro camino que, de seguro, sería más largo y tardaría meses en curarme. Digo esto porque mis amigas me arman un licuado con algunas cositas cuando me pongo terriblemente ansiosa y, al toque, se me pasa, me quedo más tranquila y, el vuelo de una mosca, me hace descostillar de risa. Era una locura decirle eso a la psicóloga, de ningún modo lo haría.
Continué con la pregunta de más color: qué es de tu vida sexual. Pero mientras le contaba, yo contaba los minutos que faltaban para irme. Ya es la hora, le dije, y me paré. Ella asentía con la cabeza y miraba su celular. Me voy Marcela, le dije, ella seguía sentada. ¿Está abierto abajo? le pregunté. Sí, me dijo, andá nomás.
Me resultó un tanto extraño, pero me fui. Me fui con mil preguntas en la cabeza. Y a la cabeza se me vino Amalia, la psicóloga anterior. La psicóloga anterior, me había dicho cosas muy importantes, quizás. Quizás, yo no se las conté a esta nueva porque no sabía si era lacaniana o freudiana. Freudiana era la otra, entonces yo sabía cómo tratarla, qué contarle, qué no contarle, cómo mirarla, cómo sentarme. Pero esta nueva, no sé, no sé con qué teoría trabajará. Ya mismo debo empezar a averiguarlo, porque si no, no voy a terminar más con todo esto. Porque, una vez que sepa, tengo que ir pensando cómo comportarme, desde dónde encarar las sesiones.
Creo que voy bien encaminada entonces, voy a encontrar las soluciones yo misma, como todos dicen, y voy a ser la paciente con más voluntad para ello. Creo que es más fácil y rápido de lo que pensaba. Voy a ver cómo sale todo y si esta metodología que emplearé con la nueva psicóloga, funciona. Hasta la próxima.

martes, 26 de mayo de 2009

A partir del abrazo que buscamos

Las agujas marcan las siete de la tarde. Leda, sentada en el sofá más confortable del living, saca bolitas de su sweater de lana colorado. Ahora se aburre y se inclina hacia la mesita, toma el libro que le regaló su madre el día anterior, cruza las piernas y comienza a leer en voz alta (nunca leía en vos interior porque ello le quitaba la concentración):

El mundo

Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. A la vuelta contó. Dijo que había contemplado desde arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.
-El mundo es eso -reveló- un montón de gente, un mar de fueguitos. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se enciende.

Eduardo Galeano. El libro de los abrazos.


He aquí su destino. Antes impredecible.
Leda cierra el libro y se va a preparar un café. Lo bate con azúcar y un chorro de agua, mientras tanto, una correntada de palabras le circula por la cabeza. Después de verter el líquido hasta llenar la taza, vuelve y retoma la lectura.
Da vuelta la página uno, lee la dos, la tres y siente que una fuerza extraña la incomoda, la desconcentra. Vuelve a fijar su atención y este acto no dura más que un minuto. Lo apoya en la mesa ratona, se relaja, estira las piernas, cierra los ojos y se sumerge en la nada. Navega por la correntada de palabras, no hay sonido que interrumpa este momento, se siente agradable, con ganas de permanecer así el resto de sus días.
Se sobresalta. Se incorpora de un movimiento brusco y pasa a un estado similar al catatónico que sufren los esquizofrénicos. Una de las palabras se ancló profunda en su mente. Aún no había sonido interruptor. El libro, ella, y la taza de café.
Hacía varios años que Leda no destinaba su tiempo a leer. Su rutina consiste en ordenar la casa, cocinar y esperar a que llegue su madre para disfrutarla. Para que le cuente cómo le había ido, para que la haga reír, para que la acompañe, para que la haga feliz. Se trata de una vida lineal, paralela a cada uno de los años que transcurren. No hay nada que le haga ruido. Leda tiene 31 años.
De a poco recupera su estado normal, siente frío, le tiemblan las manos y las piernas. Se aferra al sofá, hunde los dedos en el terciopelo y se para.
Ya son las ocho. Es la hora de que su madre regrese de la peluquería. Leda se sienta a esperarla en un rincón del zaguán. Allí siente más frío aún, pero envuelve sus manos con los puños del sweater colorado y se queda un cuarto de hora más. Se escucha un ruido en el cerrojo; es la llave.
Leda se pone de pie, traga saliva, endereza su postura y, con la frente alta, vive el momento en que se abre la puerta.

- ¿Por qué tengo tanto frío, mamá, si soy un fueguito, como dice ahí?

- Hija, dame un beso. ¿De qué hablás? ¿Dónde dice eso?

- En el libro.

- Vamos al comedor, Leda, tengo que hablarte.

Le brotó una nueva cantidad de pelotitas rojas al pulóver. No dejó de brindarse calor con su tacto durante los quince minutos que permaneció en el zaguán. Ahora se concentra, de nuevo, en quitárselas.
Su madre la mira detenidamente, sin interrumpirla, hasta que rompe el bloque de silencio.

- Veo que leiste al menos la primera hoja. Es importante para mí que lo hayas hecho.
Sé que hasta hoy me equivoqué demasiado con vos, no quise que tengas una vida social, como la que todos merecen. Nuestro vínculo, Leda, es estrecho al extremo y creo necesario empezar a abrirlo. Mirame.

Ella levanta la vista.

- Quiero que vos, hija, quemes, alumbres. Quiero que ardas la vida con pasión. Sola. Ahora.

Los ojos de Leda se inundan de lágrimas gruesas. Antes de que caigan, dice con la voz quebrada:

- Nunca conocí el mar de fueguitos. De ningún color, de ninguna forma. Puedo mirarte sólo a vos para que me enciendas. Me parece que ya es tarde. Tengo frío, mamá, mucho frío. Abrazame.

lunes, 18 de mayo de 2009

Confesiones de Andrea

Emilio:

Aquí están las primeras noticias mías. Vieras cómo me tiembla el pulso al escribir, vacilo con la ortografía también. Me siento obligada a vomitar todo lo que tengo dentro. Te confieso que las arcadas me retorcieron durante los cuarenta días que pasaron desde la iglesia hasta hoy y siento una especie de descompostura que no me da paz. Tengo necesidad de hablar. Es la hora.
No vas a creerme, Emilio, pero intenté dar esta explicación reiteradas veces, todas las cartas quedaron apiladas en una bolsita de farmacia (esa en la que compramos los cepillos de dientes para irnos de luna de miel). Están en el placard y allí quedarán para poder mostrártelas cuando me las pidas como prueba.
Aquí va Emilio: salté las rejas de la iglesia y me tomé un taxi. Eso es lo que vos no sabés. Es largo de explicar, pero empiezo diciéndote que mi escapatoria estaba pactada con la monja que atiende en la recepción de la capilla, esa a la que le pagamos cuando fuimos a pedir el turno.
Sé que tenés buena memoria, acordate cuando me dijo: “vení por acá que te muestro las flores con las que pueden decorar”. Yo me fui con ella por el pasillo y vos te quedaste solo mirando las estampitas que tenían a la venta (elegiste la de Santa Rita para regalarme). Fue ese el momento en que me decidí por dejarte solo en el altar y planear cómo escaparme.
Más que saber cómo, te preguntarás por qué lo hice. Te conozco como si fueras la palma de mi mano (quince años de novios. Te decía este refrán cada vez que me mentías y yo te descubría) y por eso siempre supe que te interesás más por los “por qué” que por los “cómo”. Allí voy entonces, a satisfacer tu cuota de curiosidad que, al conocerte como si te hubiese parido, sé que te quita el sueño.
Emilio, nunca supe decirte “no”. Y acá sí me voy a detener. Precisamente dejó de temblarme el pulso, creo que es porque vomité esto; falta más todavía.
Ahora quiero que vayas a prepararte un café y vuelvas a sentarte en la silla de paja que ya te imagino en la que estás ahora. Andá, dale, no me desobedezcas.
¿Volviste? Bueno. Mi intención es ayudarte a que me entiendas, sabés que tengo capacidad para esto. Por eso mismo destino todo este tiempo a vos, te corresponde. Hubo, a lo largo de nuestros quince años de noviazgo, muchas situaciones en las que opté por una acción piadosa antes que por la palabra “no”. ¿El objetivo? No lastimarte con respuestas negativas y, así, desilusionarte. ¡Qué lindo era verte ilusionado! ¡Con ganas de tantas cosas que te mantenían vivo! Pero no eran las que a mí más me gustaban, por eso prefería poner excusas (muy bien pensadas, inclusive esta última). Fue un error, sí. Y conociéndote, mascarita, en este instante te facilitaría un pañuelo para que seques la lágrima que está deslizándose por tu mejilla.
Recapitulemos entonces:
- La noche que me conociste en Nativo y me pediste mi teléfono. Yo no te lo negué, te dije que tenía una línea provisoria que pronto cambiaríamos y que por eso no podía dártelo.
- Los cinco domingos consecutivos que me invitaste a la laguna de Chascomús. Yo no rechacé tu invitación, sino que dije no poder acompañarte por tener que cuidar a mis hermanos (un domingo), y por sentirme indispuesta (los cuatro restantes).
- El día que fuiste a buscarme a la facultad. ¿Te acordás? vi tu auto estacionado y me escondí detrás de una columna hasta que te marchaste. Nunca me gustó la idea de que fueras a buscarme. Pero cómo decirte que no, ¿cómo?

Seleccioné algunos momentos para que entiendas cómo fui y cómo, aún hoy, soy.
No quería casarme con vos, pero cómo decirte que no. Era hermoso verte ir y venir feliz con todos los preparativos del civil, la iglesia, la fiesta y nuestra luna de miel. ¿Quién era yo para matar esa ilusión? Por eso me escapé, salté las rejas y tomé el primer taxi que pasó. No importa dónde ni con quién estoy ahora.
No quiero quitarte más tiempo, simplemente decirte que si querés responderme, lo hagas a la dirección que figura en el sobre. Voy a estar esperando tu carta. Me gustaría saber cómo siguió tu vida después de la iglesia, qué pasó en estos cuarenta días y, principalmente, si estás vivo o te pasó algo. No volví a saber de vos.


Andrea

Confesiones de Emilio

Andrea:
Triste es recibir correspondencia cuyo contenido son líneas que demuestran el desamor tuyo Andrea. ¿Qué te pasó? ¿En qué estabas pensando al momento de huir? Ya no tengo remedios para contemplar mi dolor. Han pasado cuarenta y tres días de nuestra separación y como decía mi abuelo “Ya nada es lo mismo”.
El tiempo se me hizo eterno, las semanas infinitas y los domingos…bueno, para que contarte si ya sabes lo que me pasa los domingos.
Cada día al despertar miraba el calendario y con bronca y pudor me animaba a tachar con una fuerte cruz el día trascurrido, me servía para darme cuenta del día y el mes en el que estaba porque tu ausencia verdaderamente no hizo más que alejarme de la vida misma.
Durante treinta y nueve días mí vieja silla de paja, el mate y el cigarrillo fueron mis únicos compañeros, pasaba las horas hamacándome y pensando donde había quedado todo nuestro amor.
Me pregunto ¿Por qué nunca me dijiste que no? Se podrían haber solucionados muchas cosas, hoy no existirá esta distancia o tal vez si, pero no de la forma que nos afecta.
Esto altera todos mis sentimientos. Me pone mal, me irrita, me hace odiarte, me hace desquererte, me hace amarte. Qué tonto que fui al creerte cuando me decías que me “amabas”.
¿Té acordás la plaza de la avenida donde nos vivos por primera vez? Hace memoria Andrea… ¿Te acordaste? Bueno esa tardecita vos me prometiste que “nunca me ibas a dejar”, claro fácil era para vos hablar sin medir la acción de lo que proponías.
No te diste cuenta de que el “si” tuyo no fue más que mentirte a vos misma, a sumergirte en un mundo irreal de sentimientos, porque si nunca me pudiste decir que “no” es lo mismo que mentir.
Mira que fácil hubieran resultados estos treinta y nueve días sin vos, si me hubieses dicho que “no” cuándo te pregunté si estabas seguro de nuestro amor, o cuándo te propuse casamiento, o simplemente cuando te pregunte si me amabas.
Hoy ya no lloro. Pero confieso que luego de tu partida del altar lo hice. Fue mi único consuelo, mi única salida, quede paralizado por tu ausencia y por tu cobardía, jamás me hubiese imaginado esa actitud tuya. Pero claro si me viviste mintiendo durante todo nuestro noviazgo.
Por suerte el día de tu partida encontré consuelo en una de las monjas de la iglesia, la misma que te ayudo esa triste tarde.
Ella me ayudó y mucho, estuvo presente durante tus días de ausencia. Se preocupó por mí como nunca nadie lo había hecho, yo no aceptaba visitas en casa, pero ella tenia la delicadeza de llamarme por teléfono todos los días, y debo confesarte que una de las tardes salimos a caminar por la ciudad.
Las novecientas treinta y seis horas estando lejos de ti fueron traumáticas, pero el día número cuarenta mi vida cambio.
Ya no soy el de antes, ya no me hamaco en la vieja silla buscando respuestas inconclusas, ya no tomo el mate sólo y por suerte tengo con quien hablar. Estoy mejor, mucho mejor. Agradezco tu preocupación, pero de verdad estoy bien.
Ya no lloro, no extraño, y hasta pude conciliarme con mi sueño.
Por último quería decirte querida Andrea que con la plata de nuestros ahorros reserve dos pasajes para la luna de miel que voy hacer junto a mi nueva novia. Si vieras lo linda que es. Alta, ojos celeste, pelo lacio, test blanca y suave, ella nunca me dice que no. Seguro que la recuerdas, fue ella quién te ayudo a escapar de la iglesia. Utilizando tú misma técnica salto las rejas de la iglesia expresando el grito de libertad y hoy estamos juntos.
Ah y me olvidaba decirte que no llames más a la agencia de turismo para reclamar por tú pasaje, personalmente me encargue de que ese pasaje quede en mis manos, es el que mañana voy a utilizar para viajar junto a Jazmín la chica que te mencione líneas atrás.

Pd: Espero que soluciones tus problemas gástricos.


Emilio

sábado, 16 de mayo de 2009

Feo si los hay


Podríamos vivir la vida durante sólo seis días de la semana. El lunes, cuesta por cierto, pero enseguida se acerca el martes y rápidamente los rostros van cambiando, ni hablemos cuando llega el miércoles promediando casi la mitad de la semana sabiendo que al día siguiente es jueves. Más aún pasada las veinticuatro horas es viernes y transcurrida la noche estaríamos despertando en el sábado para alegría de muchos. Hasta aquí todo nos parece normal, pero… ¿Qué nos pasa el domingo?
Haré memoria aquí y me detendré unos instantes en recordar los dichos que afirman aquellos que peinan canas acerca de cómo se vivía y de cómo se vive hoy esos pedacitos de vida
“Antes se vivía de otra manera” “Los tiempos han cambiado” “Ya nada es lo mismo” oíamos decir por parte de los más experimentados como en el caso del viejo Mario. Frases que quedaran en nuestra memoria por siempre, más aun proviniendo de estos heroicos sobrevivientes.
SÍ, frases recordadas. Pero qué lejos que las veíamos al escucharlas. Si parece ayer cuando esperábamos con ansias el domingo para ir a la casa de los abuelos a comer las pastas, sentarse en la mesa con familiares, juguetear por los viejos corredores hasta llegar el patio donde algún viejo cacharro seria el arma de recreación por el resto de la tarde.
Los barriletes eran otros de los entrenamientos que nunca faltaban los domingos, ir al parque y soltarle el carretel hasta lograr que llegue hasta el cielo era nuestra única preocupación.
Infaltable la pelota, ya que ante la escases de viento cambiaríamos rápidamente de actividad olvidándonos por completo de lo sucedido anteriormente.
Recuerdo mi barrio los días domingos donde los pequeños canteros se asemejaban a una cancha profesional de “bolitas”, allí nunca faltaba aquel que pagaba con la más fea, o el que hacia trampa jugando con bolones, mientras que en la vereda de enfrente la rayuela y el elástico sólo eran jugados por las nenas.
Hoy no peino canas, pero cuánta razón tenía aquella frase que decía “Ya nada es lo mismo”.
El tiempo fue pasando al punto de que las horas y los días fueron tomando diferentes sabores ante la vida. Abrir los ojos un domingo no trae más que recuerdos hacia aquellas cosas que ya no están.
Me pregunto… ¿Por cuántas etapas emocionales pasa nuestro cuerpo? Infinitas por cierto, más aún se ha convertido en una especie de alarma que despierta en nuestro cerebro todo tipo de sentimientos, trayéndonos con él nada más y nada menos que la nostalgia y la tristeza.
Cuantas veces nos sentimos desolados ante la presencia de este día, olvidándonos hasta de nuestra propia existencia, sin darnos cuenta que tenemos todo a nuestro alcance pero imposibilitados mentalmente para hacer lo que verdaderamente queremos hacer. Si hasta a veces nos reímos recordando lo sucedido en el transcurso de la semana, o en la noche anterior pero siempre escapando de la realidad a la cual nos afecta.
La tristeza y la nostalgia parece ser el enemigo principal de aquellos enamorados que ya no tienen a su lado a su otra mitad, tal vez por ser éste el día donde el “compartir” funciona como el remedio perfecto para olvidarse del calendario.
El enfado en los rostros de los trabajadores por ser el último día de descanso, desolación que sólo la provoca al vivir el día domingo.
El día domingo es el entierro de una semana que se fue, es la triste ilusión de esperar algo que no va a venir.
Seguramente que de existir un manual donde nos enseñe a cómo sobrevivir el séptimo día de la semana estaría entre los libros más vendidos del planeta.
Por ahora difícil será encontrar una solución para este tipo de problemáticas, los remedios que estabilizan nuestros sentimientos escasean y cada uno de nosotros se automedica con su propia receta.

martes, 12 de mayo de 2009

Mario

Él tiene la tez blanca, ojos negros, profundos, muy. También arrugas que cruzan de un lado a otro, se manejan como quieren, como avenidas en la Capital, pero sin luces, con un mínimo brillo grasoso. Algunas parten en diagonal a la nariz, otras paralelas. Eligen y van rotando de posiciones – los años les dieron ese privilegio- . Sólo una permanece intacta, la del ceño. Gruesa, con historia a cuestas.
Cuando hablamos de “la arruga del entrecejo”, enseguida la vinculamos al enojo, al fastidio, al malhumor, a la amargura, a la venganza, al espanto. Pero este no es el caso.

Él es Mario. A Mario la arruga se la trazó la punta afilada de la desmemoria. Cada vez que olvida algo, la dibuja. En verdad, (e incluyo un tono de “entre paréntesis”), ya está dibujada hace rato – Mario tiene 87 años - pero día a día va apretando el lápiz más fuerte y la remarca para que lo acompañe hasta el final.
Desde lo simple, hasta lo complejo. Desde dónde puse los anteojos, hasta ¿ya almorcé? Desde cómo se llama mi nieta, hasta cómo se pela una manzana. Desde cómo es mi número de teléfono, hasta cómo hago para tragar lo que como.

La silueta de la arruga se forma cada vez, si. Cada vez que la amnesia envuelve a Mario. Lo divertido es que no sabe que tiene eso. Esa cosa rara que le pasa. Vive inmerso en un permanente dejavú. Imágenes de la niñez mezcladas con la adultez. Muy loco. Loco como Mario, el desmemoriado. Todo es lúdico para él. Se olvida y vuelve a aprender. Rompe y vuelve a comprar. Olvida y vuelve a recordar.
Su vida es un juego, y lo es porque nadie sabe que sufre de Alzheimer. De no ser así, no sería.

A Mario lo conozco solamente yo. Y a partir de este momento, ustedes. Mientras sus ojos se desplazan y descubren letra por letra en milésimas de segundos, lo van conociendo. ¿Cómo se lo imaginan? Típico viejo con amnesia. Si. Canoso tirando a amarillento, sin barba. Narigón. Anteojos grandes, orejas grandes, manos grandes. Olor a naftalina. Él es Mario, un ochentón solitario. Viudo. Pero que alguna vez, tuvo veinte años.

Vemos a un anciano similar a Mario por la calle, en el Banco o en el hospital. Típica persona mayor, de edad, que se subordina a los estereotipos reinantes. Y nos olvidamos – sólo por ese lapso que transcurre entre la mirada y la reflexión - que alguna vez tuvo veinte años. ¿Esto no es amnesia? ¿Olvidarnos que el que nos pasa por al lado fue igual que nosotros no es amnesia? Tenemos un punto en común con Mario. Definitivamente.

Adhiero a Bukowski cuando dice “es el orden de las cosas, todos saborean la miel y después el cuchillo”.
Estamos convencidos de que ahora estamos saboreando la miel y que dentro de muchos años, recién, vamos a pasar la lengua por el cuchillo, en busca de los restos dulces. Lo vemos como algo lejano. No está mal.

Sin embargo, olvidamos cosas al igual que Mario. Nuestra vida es un juego si nadie nos juzga por lo que hacemos; si nadie sabe lo que nos pasa; pero nos juzgan. Tenemos indicios de amnesia, como Mario, pero no tanto. Y es que nos estamos formando y por fin, algún día, seremos como él.

miércoles, 6 de mayo de 2009

Espejos

Suena el despertador. Me levanto. Camino hasta donde estás. Te miro. Bajo la cabeza, impacto mi cara tres o cuatro veces contra el agua. Te miro. Confirmás mi existencia.
Me preparo el desayuno, prendo la radio y me cambio mientras espero a que se enfríe el té. Me pongo un par de aros. Te miro. Me decís que hoy estoy muy pálida para vestir aros color café. Frunzo el ceño, tuerzo la boca para un costado, pienso, dudo. Te esquivo, disconforme con tu respuesta.
Surge una confesión aquí: siempre te obedezco. Me saco los aros.

Me siento en la mesa, me preparo cinco galletitas con mermelada de durazno. Las como. Termino mi té. Me paro. Entro. Te miro. Ahí estás. Te tomo de un costado y empujo hacia mí. Agarro la pasta dental. Te miro. Empujo hasta escuchar “tric”. Escucho que se cae el desodorante dentro del botiquín. Lo dejo. Te miro y bajo la cabeza.
Unos segundos cepillándome los dientes. Subo la mirada. Te miro. Mis labios cercados de dentífrico. Bajo. Me enjuago. Te miro. Ahora sí. Tomo la toalla para secarme, pero te miro mientras tanto. Acto seguido, me acerco y hago de cuenta que el dentista me exige mostrarle mi mordedura. Te la muestro a vos. O a mí misma, no sé bien.

¿Quién sería yo sin vos? ¿Si vos no me dijeras quién soy?
Nunca nos lo preguntamos. Nunca nos preguntamos en qué cambiarían nuestras vidas si no supiéramos nuestro color de ojos, por ejemplo. Y no nos lo preguntamos porque están ahí, existen. Los espejos existen. Y de no existir, nos conoceríamos mediante descripciones ajenas. Pero estas serían construidas bajo la mirada de ellos; no sería un reflejo de nosotros.

Me atrevo a pensar que yo elaboro una imagen de mi misma, que los espejos dan lugar a una ilusión. A algo que no es. Y se me viene a la mente un espejismo. Esa mera ilusión óptica que se nos interpone en la ruta, cuando viajamos bajo los rayos del sol. ¿Llovió? No, no llovió, es lo que yo percibo.

Benedetti alguna vez dijo “En ciertos oasis el desierto es sólo un espejismo”. Una metáfora, por cierto, pero cuánto de cierto que tiene, como toda metáfora.
Todos vivimos insertos en un oasis, cualquiera que sea. Es ese el lugar en que nos refugiamos, encontramos por brevísimo instante, lo que queremos tener. Allí, el desierto, la inmensidad llena de nada, la nada, es sólo un espejismo, una ilusión. No existe.

Entonces ¿Que hay respecto de cuando nos situamos frente al espejo? ¿Hay una ilusión?
Me gusta pensar en los espejos y espejismos. Porque ¿Cómo sería la vida si no tuviera ilusiones rebalsando por doquier, por cada vertiente que se abre?. Se trata de ilusiones, de expectativas frente a eso que viene y no sabemos qué es.
Por qué no pensar, entonces, en que somos nosotros una ilusión en sí misma y que ellos, los espejos, nos lo dicen cada mañana cuando acudimos a ver si estamos, a ver si aún existimos. Nadie sale a la calle sin haberse mirado al espejo.

viernes, 1 de mayo de 2009

Nueva invasión


Tendríamos que replantearnos ciertos detalles:

Estarán hechos para comunicarse con el otro verdaderamente?

Lo dudo, si hasta aparecemos adentro de ellos en imágenes

Estamos ante una nueva invasión tecnológica

Formada por los ringtones, los sms, las fotografías y

Otras funciones con las que convivimos a diario

Nos molesta y nos interrumpe en todo momento y a toda hora

O alguien lo apaga? Apagarlo es alejarse de la realidad

Somos los nuevos esclavos de un cuadrado de plástico



Cuál será su verdadera función?

El mensaje de texto nunca es leído con la intención del que lo escribe

Lo cierto es que ahora sin celular no salimos ni a la esquina

Una vez me dijo un amigo “este aparato no te deja vivir tranquilo”

Los celulares se están apoderando de nuestros tiempos

A veces pienso si nuestros abuelos salían con la pluma cucharita en el bolsillo

Raro, pero de alguna manera se las ingeniaban para tener citas con mujercitas

Es más que un aparato comunicacional, son los controladores de nuestras vidas

Señoras y señores los tengo que dejar, me llaman al cel.

¿Sera así?


A las 20 horas del año 4.578 Reverendo y Gatillo tomaron el vuelo 03 de la empresa Júpiter en una ciudad llamada Ilusiones para recorrer todos los planetas. Su primer destino fue el aeropuerto de Tinieblas, situado en la luna, donde lo recogieron Eté y Alf, botones de un elegante y hermoso hotel.
Al día siguiente desayunaron muy temprano y luego tomaron un taxi cósmico que los llevaría a recorrer cada rincón de la luna, viajaron unos 20 kilómetros hacia el sur y llegaron a la ciudad de Cráter, un pequeño y agradable lugar donde abundaba el bienestar de la gente pero la luz solar era escasa. Allí los recibió Felpudo un marciano de 84 años encargado de mostrarles a los turistas toda la ciudad. Emprendieron una larga caminata por las oscuras calles mientras Felpudo les explicaba el origen de dicha ciudad. Su primera parada fue “Aventura”, un lugar en donde los marciano pasaban sus ratos libres entreteniéndose con máquinas que podían llevarlo al pasado y así ver lo que fueron en sus vidas anteriores.
Aventura se caracterizaba por la atención al público ya que había más de 500 robots que se encargaban de que sus visitantes se sientan como en sus propias casas, era tan grande como un meteorito, estaba decorado con delicadas telas que colgaban desde el techo hacia el suelo. Dentro del lugar había pequeños cohetes que se encargaban de trasladar a los visitantes hacia distintos lugares del salón, ya que se dividía en 4 estrellas: la primera era para los apasionados del juego y dentro de ella había carreras de satélites; la segunda estrella estaba dedicada a las marcianas donde podían charlar muy tranquilamente; la tercera era para los enamorados, allí Trivilin, un marciano de 24 años daba charlas referidas al amor; por último al final del salón se encontraba la estrella Picardías donde los marcianos pasaban las noches más hot .
Llegada las 2 de la tarde Reverendo, Gatillo y Felpudo se dirigieron a una parrilla situada en la calle Esperanza al 3500 donde almorzaron carne política a los cinco quesos.
A las 5 de la tarde siguieron con la caminata hasta llegar a un edificio de 5000 pisos hacia arriba y 4000 pisos hacia abajo ubicado en la calle ICQ Y MSN llamado Escuela Time.
Dentro de el había pantallas gigantes con imágenes en vivo y en directo del planeta tierra, allí le enseñaban a los marcianos pequeños a no copiar las actitudes humanas, diferenciando lo que estaba bien de lo que estaba mal , era la única escuela situada en esa ciudad.
Luego de varias horas de recorrida los marcianos regresaron al hotel, descansaron en sus burbujas de aire y a las 8 de la mañana del día siguiente tomaron el vuelo 04 de la empresa Inbo con destino al planeta Esmeralda.
Luego de 9 minutos 30 segundos llegaron a su destino y tomaron un cohete que los llevó hasta el hotel Rubí donde dejaron sus pertenencias.
A las 8 y media de la mañana los paso a buscar el Pelequito un marciano de la zona que conocía el lugar como los 3 dedos de su mano, subieron a su cohete y después de 54 segundos de viaje llegaron a la zona turística donde se encontraban los tesoros más preciados del planeta.
En la calle Vida al 25 una radiante luz iluminaba un edificio de 3000 pisos decorado con fotos de un viejo escritor llamado Perfecto, allí los marcianos tenían clases todos los días de 8 a 12 del mediodía dirigida por un maestro llamado Amor. A la derecha un gigantesco salón circular de casi 4000 metros dirigido por el marciano Amistad daba clases de 14 a 16.
Reverendo, Gatillo y Pelequito siguieron con su recorrido hasta llegar al complejo deportivo llamado Otro Mundo donde se encontraba los deportista más grande de todos los años luz , allí se realizaban deportes tales como el básquet Jordiano y el fútbol Maradoniano.
A las 13 horas el Pelequito llevó a los marcianos a una estrella gigante donde podían degustar de diferentes comidas como por ejemplo “plato al asesino crudo” y “represores al spiedo”, el lugar era atendido por robots y en cada rincón tenía plasmas con imágenes de Munrra el gobernador de esa ciudad, terminaron el almuerzo y se fueron al hotel para descansar en sus burbujas.
Llegada las 8 de la mañana los marcianos tomaron el vuelo 01 de la empresa Maquesena y regresaron al aeropuerto de Ilusiones a las 8 y 20 segundos.

El primero se lo toma uno


Tomamos mate cuando el estómago nos da el sí. Suele pasar que tenemos la panza rara y un mate nos produciría una languidez molesta. Pero esto nos ocurre con más frecuencia cuando estamos solos, cuando ponemos el agua como para no compartir con nadie. Porque cuando estamos con gente el estómago nunca dice no. Este sería el primer paso: que la panza nos lo permita.

Después ponemos el agua, esperamos a que se ponga blanquita o que haga globos chiquitos. Algunos tiran un chorro en la bacha (nunca entendí cómo se dan cuenta de que está a punto. ¿El humo lo demuestra?). Acto seguido, la ponemos en el termo, con cuidado – y más aún si la pava tiene un poco de sarro y se chorrea - . No voy a explicar cómo se prepara el mate, porque cada uno tiene su táctica particular: poner primero la yerba, después la bombilla o viceversa, o no poner la bombilla hasta cebar el primero. En fin, hay muchas formas. Vamos a la mesa.

El primero se lo toma uno. Asqueroso. Trago amargo. (Aclaro que el mate es sinónimo de amargo. Nada de andar poniendo azúcar). La panza tiene que estar preparada, como ya dije, los jugos gástricos empiezan a degradar con potencia. Alguna que otra abuela escupe en la bacha el primer trago, hace tiempo que no veo esa acción (poco agradable, por cierto).
Es una mala actitud darle el primero a quien comparte con nosotros, sí. Porque si uno opta por cebar, se tiene que aguantar ese mate. Pasó el primero.

Poco a poco deja de ser áspero y se pone agradable la ronda. Hay que confesar que el cebador siempre toma de más. Si no es por motivos de acomodarlo, de que está “lavado”, es porque se olvida a quién le toca. Pero está el que lo relojea y tiene en mente a quién le corresponde, a quién no y hasta cuántos tomó cada uno. Viene bien para el cebador distraído que de forma constante dice “¿quién tomó. Tomaste vos?” y responde el que acaba de tomar. O también pasa que el tomador está distraído y es ahí cuando salta el atento y dice “tomó ella. Ahora me toca a mí”. Hay que confesar que todos esperamos a que nos toque, estamos atentos y a veces pensamos y hasta decimos “¡dale con el mate!”.

¡ Qué lindo que se nos manche la hoja mientras estudiamos! (ya sabemos lo que eso significa. Para el que no... “Hoja manchada, materia aprobada”). ¡Qué bueno que es tomar mates! Para los asquerosos que no les gusta compartir con sus compañeros, sepan que pueden contagiarse cualquier virus con la persona que conozcan el fin de semana en el boliche. ¡Es una pavada!

De todos modos, a mí tampoco me gusta ver que la baba se estire entre los labios y la bombilla. Podemos evitar eso, miramos para el costado y nunca nos enteramos. Uno se cree que porque le pase al otro a nosotros no nos pasa. No es así. Mientras escribo esto pienso...¿Y si quien me lee una vez vio la baba mía pegada a la bombilla? Disculpen, no me di cuenta.
Tampoco me agrada compartirlo con quien estuvo comiendo ajo y trae consigo el olor o aquél a quien se le forma la babita blanca en la comisura de los labios. Da una especie de asquete, si, pero siempre encontramos la forma de zafar de una situación así. Siempre. Simplemente diciendo “yo no tomo, gracias”.

domingo, 26 de abril de 2009

Acróstico Mediático

Me gustaría saber si alguno dice la verdad
Es correcto buscarla como única?
Dice Nietzsche que son ilusiones olvidadas
Insistir en hallarla no tiene sentido
O quizás existan más de las esperadas
Se trata de buscar la que más nos satisfaga.

Dimes y diretes brotan para poder elegir
Ese punto de vista al que queremos adherir

Cuando reflexionamos sobre comunicación
Oímos infinidad de opiniones,
Muy usual es confundirla con transmisión de informaciones
Urgentemente quiero destacar la diferencia en cuestión,
No es sinónimo comunicación de información
Incursionaré en esta temática un ratito.
Comunidad, poner en común entre dos o más personas
Actitud recíproca de las partes,semejanza de códigos:comunicación.
Cierto es que la información se emite sin pretender respuesta,
Imposible es poner en común una propuesta.
Ojo con pensar en que nos dicen LA verdad
No existe una sola y jamás existirá.

¿Dónde está?

Por las mañanas la luz solar iluminaba aquel viejo baldío, querido por muchos y odiado por pocos. Llano como las calles que lo rodeaban, con aspecto sucio, desprolijo y con los pastos a medio crecer. El cuadrado de tierra de vez en cuando se teñía de silbidos, ladridos y maullidos otorgándole una suave melodía.
Cercado por oxidados alambres, podridos postes y un clima tan húmedo que hacía imposible el crecimiento de las flores. A simple vista se lo confundían con un pantano por el exceso de barro.
Decorado por añejos sauces que tapaban al sol de a ratos y que a su vez eran utilizados como arcos de fútbol por los pocos que se animaban a ingresar al lote baldío.
Frío oscuro y con una niebla tan espesa que inundaba al lugar, por las noches era un desolado y triste bosque, inerte sin vida sin mas compañía que la de la luna.

sábado, 25 de abril de 2009

Los futuros

No se sabe cuándo ni cómo aparecieron los futuros de la avenida, su astucia y picardía los hacía inconfundible, sus pequeños pasos intentaban copiar movimientos de los ilusionistas ya experimentados.
Su lugar; un pintoresco y remodelado bulevar adornados con flores y enormes luces, de fondo el monumento llamado Fuente del Milenio. En los pupitres de cemento apoyaban las viejas bicicletas y se unían en un sólo grupo después de apagarse la luz de esperanza.
El mediodía era la hora más esperada para ellos, envueltos en trajes mayores y con sus manos llenas de inocencia pasaban al frente demostrándole al público mediante sus risas y malabares un escenario que escapa de la realidad. La vergüenza parecía no desanimarlos aunque los más pequeños preferían ver el espectáculo desde el pupitre.
Luego de dar la lección diaria, se extendía alguna mano acariciadora en forma de pago, tal vez siendo esa la propina que buscaban luego de hacer sus acrobacias mientras que otros espectadores optaban por seguir con sus manos ocupadas sin importarles lo que sucedía en el frente, tal vez por estar sentados en cómodas butacas, o quizás porque el aire acondicionado o la calefacción alteraban su conducta.
Cada atardecer toman sus bicicletas y se marchan hacia algún lugar, acompañados de risas y un viejo perro que nunca los abandona.
Son los futuros de la avenida los que tiene como institución la calle, observados por los ojos olvidados de la sociedad, sometidos a saltar etapas para convertirse en adultos, pasando por un mundo que cree no tener lugar para ellos.

No salten

Y también las musas. Me faltan las musas, caigo en la cuenta de que no las tengo, ¿Dónde las busco? Ya no me acuerdo dónde las puse. Las usé en Las Toninas, por vez última, sentada a la par del mar. El mar, qué bicho maravilloso, inquieto, salvaje, inalcanzable. Por aquellas noches soñaba que era él quien me traía las musas envueltas en olas, yo las secaba, les quitaba el yodo, y las utilizaba. Borges lo definía como un ser, y lo es. Porque dejando de lado esa frase que dice “los sueños, sueños son”, me convenzo de que ese ser me las arrimaba.


Pero creo que las perdí o se metamorfosearon o huyeron o se reencarnaron en otro ser. Y me pregunto qué tiene que tener un humano para que le amanezcan musas, ¿todos tendrán? Me intriga saber con qué desayuno se las despierta, cómo se las cuida, cómo se las ama... se han extraviado mis musas, si, tal vez estén haciendo rimas con las pelusas debajo de mi cama y se retuerzan de risa ante esta búsqueda loca. Si, loca, porque loca se le dice a una mujer que perdió la razón y a esto no se le encuentra explicación racional.


¿Y si se metamorfosearon? ¿Qué podrían ser ahora? Gusanos, langostas, felpudos o ranchos de barro. No, no, no puedo pensar en una metamorfosis de mis musas. Tienen que estar en algún lugar. Son mías.


Me voy a dormir, a ver si las encuentro entre las sábanas, aunque tengo la certeza de que hace un par de meses que allí no están. Estuvieron entre ellas, pero ya no. Ahora esas sábanas están frías. Están de duelo por la ausencia. Por la ausencia del padre de las musas, el que dejó que se echaran a perder, que se descompongan al igual que un cartón de leche fuera de la heladera.
Mejor me voy al balcón, quizás estén al borde de la baranda, del abismo. ¡No caigan por favor, no caigan! Esperen a que llegue yo, las rescate, prometo integrarlas de nuevo, pero no se tiren, por favor…


¡Tampoco se congelen! puede que estén dentro de la heladera, encarnadas en alguna naranja o en un pedazo de pollo. Ya vengo, voy a comer un gajito, por ahí, en una de esas, la vitamina C o el cítrico me las devuelve.


Pero antes, me detengo un instante, pienso, revoleo las pupilas de izquierda a derecha, y digo: están en la heladera, si, porque un tiempo atrás las usé para escribir sobre la diferencia entre el huevo blanco y el de color. Pero no fue esa la última, ya dije que había sido en Las Toninas. Salto de la silla y voy a ver si están allí adentro, abro de modo brusco, miro, toco, huelo. No.
No sé dónde están, pero no salten al vacío, y si eso deciden, salten hacia mí, yo soy el vacío.